"J. Edgar" abunda en ese manierismo sombrío de Clint Eastwood que hace tiempo ha devenido figura de estilo inocua.
A nadie debería extrañarle que este biopic de J. Edgar Hoover (1895-1972), director del FBI durante medio siglo, no haya obtenido ni una sola candidatura a los próximos Oscar. Por mucho que la película cuente con el sacrosanto Clint Eastwood como director, y con un Leonardo DiCaprio tan esforzado como siempre en la piel de quien fuese una de las figuras más poderosas, siniestras y fascinantes de los Estados Unidos del siglo XX, como nos reveló el ensayista Anthony Summers en Oficial y Confidencial (gran biografía reeditada estos días en España por Anagrama).
Los resultados de J. Edgar como película son equiparables a los de las lentillas, las prótesis faciales y los apaños capilares sobrepuestos a los rasgos de DiCaprio, Armie Hammer (que encarna a Clyde Tolson, amante y segundo fiel de Hoover) y Naomi Watts (intérprete de su abnegada secretaria, Helen Gandy) para recrear el paso de los años por los personajes.
El diseño de tales maquillajes es nefasto: opaca y afea el trabajo de los actores y la verosimilitud de lo narrado. Y, de la misma manera, el guión de Dustin Lance Black (Mi nombre es Harvey Milk) y la realización de Eastwood aplastan a base de tópicos melodramáticos, saltos en el tiempo inexpresivos y una narrativa plúmbea el relato ambivalente de una vida marcada en la superficie por la lucha maniaca y metódica contra el crimen y los comunistas y, en la intimidad, por la falta de autoestima, un trato cuasiedípico con su madre (a quien da vida en J. Edgar Judi Dench) y la homosexualidad; ambivalencia traducida por Hoover en una obsesión por los secretos que convirtió en arma de supervivencia política, imitando en cierto modo las estrategias de los elementos “subversivos” que supuestamente amenazaban a su país.
La dama de hierro, aún en cartel, es una biografía fílmica de Margaret Thatcher asimismo convencional. Pero acierta al recurrir, merced a la continua presencia fantasmal del marido de la ex primera ministra, a un expresionismo formal que resalta los claroscuros existenciales, morales e ideológicos de la protagonista, en la estela de Hoffa (Danny DeVito, 1992) y Nixon (Oliver Stone, 1995).
Eastwood, por el contrario, abunda en J. Edgar en ese manierismo unidimensional que ha devenido hace tiempo figura de estilo afectada; estéril, bajo sus sombrías apariencias, para trascender el clasicismo narrativo hollywoodense del que tantos le consideran heredero. Algo que demuestra el hecho de que, en los últimos años, sus maneras se hayan revelado mucho más efectivas concretando fábulas lineales (Invictus, Gran Torino, Cartas desde Iwo Jima) que a la hora de abordar las complejas (Banderas de nuestros padres, Más allá de la vida).
Lo mejor de J. Edgar es que anida en ella una autocrítica de Eastwood sobre lo explicado. Las hazañas y los fracasos de Hoover los cuenta él mismo desde la madurez, en forma de dictado de sus memorias a numerosos (y atractivos) asistentes. Pero su última y catártica conversación con Clyde Tolson nos descubre que lo contado por J. Edgar está distorsionado, incluso falseado, por el director del FBI para enaltecer su figura, y que para ello ha empleado las artimañas expresivas de lo mediático: los cómics, la prensa, la publicidad, el propio cine.
En esta escena postrera, Eastwood está denunciando —como ya hiciese en Cazador Blanco, Corazón Negro, Sin Perdón o Un Mundo Perfecto, entre otras— los efectos autocomplacientes de la cultura de masas, y su contraste con sus tenebrosos sustratos reales. La pena es que, como escribíamos al comienzo, la dramaturgia, los diálogos, la puesta en escena, los penosos maquillajes, ejercen menos como herramientas analíticas que como atrezo de un decadente museo de cera consagrado al cine de gángsters y G-Men producido décadas atrás y al que se ha hecho referencia expresa en las imágenes previas de J. Edgar.
Es imposible no traer a colación como punto final la excepcional y reciente Enemigos Públicos. En ella, Michael Mann trató muchos temas conexos a los de J. Edgar con un desparpajo argumental y audiovisual del que carece la película de Eastwood.