Tras haber leído y escuchado comentarios entusiastas a propósito de Life Aquatic, se le queda a uno cara de besugo cuando se encienden las luces de la sala de proyección.
La memoria empieza a emparentar esta película con otras que han provocado la misma impresión, y empiezan a desarrollarse alarmantes síntomas de urticaria hacia ese tipo de creador norteamericano, vendido en los suplementos culturales más enrollados como el colmo del ingenio y lo rompedor, que causa estragos en el cine, la música y la literatura.
Señalemos a vuela pluma, con el peligro que conlleva generalizar. Los hermanos Coen (El Gran Lebowski, Oh Brother!). Paul Thomas Anderson (Punch-Drunk Love). David Foster Wallace (La Broma Infinita). Jonathan Franzen (Las Correcciones). The Strokes (Is This It). The White Stripes (White Blood Cells)... A propósito de sus obras surgen siempre el mismo tipo de comentarios, que apelan a aspectos creativos de alto calibre: Extrañeza del mundo. Ironía autoconsciente. Ecosistema mediático. Revisión deconstructiva del legado. Libertad postapocalíptica. Las combinaciones semánticas son infinitas.
Por supuesto, uno llega a entender que la lucha de estos creadores es titánica. Tratan de hacer arte en un entorno cultural agotado y banal. Pero al pretender ser originales a toda costa, o ser originales a costa de no serlo, o jugar a la vez con el cinismo y la inocencia, su trabajo pierde el sentido esencial. A saber, expresar algo de valor más allá de las disquisiciones que puedan suscitar los envoltorios.
Life Aquatic cuenta las peripecias a lo Moby Dick de un oceanógrafo (Bill Murray) en busca de un tiburón que ha devorado a su mejor amigo. El viaje, en el que es acompañado por su tripulación habitual, su ex (Anjelica Huston), un piloto que podría ser su hijo (Owen Wilson) y una periodista embarazada (Cate Blanchett), es la constatación de su fracaso vital.
Es una película de director. Con esa historia, sin muchos cambios, podría haberse rodado convencionalmente una comedia dramática, una aventura con toques de comedia, incluso un drama. Ahora bien, la primera opción de Wes Anderson es usar la realización, la puesta en escena, el vestuario, la música, para homenajear y recrear sus propias filias, que comprenden entre otras a Truffaut, Fellini, Jacques Cousteau y David Bowie. ¿Presta eso interés a Life Aquatic? Para él y su vecina, sí.
Su segunda opción, definitiva, pasa por aplicar tales reverencias formales a la narración, acumulando sobre ella todos los contrastes y ocurrencias que le apetecen. En pocos momentos, el efecto es brillante. En la mayoría, induce a la perplejidad. En conjunto, reina la indiferencia más absoluta hacia los personajes y las moralejas. Se podrían pasar horas comentando las soluciones visuales de Life Aquatic. La implicación del espectador se resume con un bostezo.
Vista la admiración que Wes Anderson despierta entre otros cineastas, o entre los excelentes actores implicados en Life Aquatic, es posible que uno se esté equivocando. Claro que tampoco sería el primer caso en que una aureola de genialidad cegase a los fieles de un gurú, deseosos de compartir su estado de gracia, y les impidiese apreciar el abismo al que se precipitan.