De haber respetado Spielberg la narración en lugar de hacer de ella una ouija con la que invocar espíritus a lo loco, "War Horse" podría haber dado lugar sin mayor esfuerzo a una estupenda película.
Como se ha repetido hasta la náusea, en chino la palabra crisis conjuga dos ideogramas, traducibles por "peligro" y "oportunidad". El cine —como lo real— transita desde hace años una crisis profunda. Algunos creadores y críticos ven en ello continuos peligros. Otros han elegido prestar atención a las oportunidades. En el ámbito de lo popular, la divergencia de opinión entre unos y otros se ha puesto de manifiesto en las candidaturas al Oscar hechas públicas hace poco. Miradas complacientes, serviles, al ayer del medio como The Artist, La invención de Hugo y Caballo de Batalla se han ganado el apoyo de los académicos. Películas que prefieren dialogar con la tradición siguiendo sendas ya abiertas pero mirando hacia delante, han sido minusvaloradas.
No es la primera vez que sucede. En los años setenta del siglo pasado, coincidiendo con la extinción definitiva del Hollywood clásico y la entronización del Nuevo Hollywood y los blockbusters, también se vivió una época de nostalgia cobarde ejemplificada entre otros títulos por Luna de papel (Peter Bogdanovich, 1973), La última locura (Mel Brooks, 1976), Nickelodeon (Peter Bogdanovich, 1976), El último magnate (Elia Kazan, 1976) y Movie Movie (Stanley Donen, 1978). Películas que pretendían reivindicar la superioridad de un cine consagrado por la mítica frente a los barbarismos coetáneos, pero que al final solo certificaron no ya que el pasado es irrecuperable, sino que sus ruinas son falsas; a su modo, también construcciones, hechas a la medida de ciertas necesidades sentimentales y discursivas.
El tiempo pasa. Quienes antes fueron Nuevo Hollywood o renovadores del gran espectáculo ahora peinan canas: el Martin Scorsese de La invención de Hugo, el Steven Spielberg de Caballo de Batalla. Y, ante un panorama tan convulso como el actual, han transformado la cinefilia crítica, saludable, que siempre les caracterizó, en un ejercicio de apropiación a destiempo con el que aspiran a reconocerse en algún espejo. Lo que reciben, sin embargo, es un reflejo flácido (en el caso de Scorsese) o contrahecho (en el de Spielberg). El Nicholas Ray de 55 días en Pekín (1963), el Anthony Mann de La caída del Imperio Romano (1964), el Billy Wilder de Primera Plana (1974), el Vincente Minnelli de Nina (1976), deben estar espiando con regocijo desde sus nichos la decadencia pareja a la suya de quienes fuesen jóvenes leones.
El caso de War Horse es sangrante. Spielberg ha aprovechado la novela juvenil homónima de Michael Morpurgo, centrada en las vicisitudes de un caballo que pasa durante la Primera Guerra Mundial de mano en mano hasta volver a las de su dueño original, para practicar eso tan cursi de la "carta de amor al cine". Una carta ampulosa a John Ford, David Lean y hasta Alfred Hitchcock y Stanley Kubrick, con quienes Spielberg ya ha tenido tratos artísticos antes; a un cine épico, humanista, en el que confluyeron en grado diverso clasicismo y modernidad. Por desgracia, la ausencia de rigor y el infantilismo de que hace gala War Horse, el escaso calado en su retrato de sucesivos personajes y anécdotas, los delirantes comportamientos adjudicados al caballo protagonista, evidencian una vez más que Spielberg no tiene nada de cineasta clásico ni moderno. Aunque venere a David Lean, se trata de una admiración esteticista. Sus verdaderos referentes son primitivos, melodramáticos, arquetípicos.
Algo que no tenía nada de malo cuando Spielberg era consciente de ello, al principio de su carrera. Pero después los equívocos han ido sucediéndose hasta llegar a War Horse, en la que Spielberg está intentando fusionar Qué verde era mi valle (1941) con Senderos de gloria (1957), y lo que le sale en cuanto a sensibilidad es una mezcla naif, tragicómica, de espectáculos primarios como Lo que el viento se llevó (1939), el primer King Vidor —Peg o' My Heart (1922), El gran desfile (1925)—, Corazones del Mundo (D.W. Griffith, 1918), Adiós a las armas (Frank Borzage, 1932), y series televisivas de los sesenta a lo Disney interpretadas por el delfín Flipper, la perrita Lassie y el canguro Skippy. Y cuanto más insisten él y colaboradores habituales —el músico John Williams, el director de fotografía Janusz Kaminski— en enfatizar la gravedad trascendente de lo que vemos, más se inclina peligrosamente el conjunto hacia lo autoparódico.
Lo peor es que, de haber respetado Spielberg la narración en lugar de hacer de ella una ouija con la que invocar espíritus a lo loco, War Horse podría haber dado lugar a una buena película. Al fin y al cabo, aborda muchos temas caros a su filmografía (la guerra, la juventud huérfana, los amigos invisibles), y su estructura episódica y circular alberga una visión muy lúcida sobre la inutilidad de los afanes humanos (no muy distinta, curiosamente, a la que nos brindaba Robert Bresson en Al azar de Baltasar, de 1966). Pero la ficción es la gran derrotada en War Horse. Víctima de la falta de verdadera inspiración, o de una búsqueda de las raíces artísticas tan discutible como la de esos nietos que presumen de hacer memoria histórica buscando los cadáveres de sus abuelos, cuando en realidad están engalanando su propio presente con los despojos. Algo que también parecer compartir los críticos empeñados en perder el tiempo apostando a caballos ganadores como Spielberg, incluso sabiendo que las ganancias estrictamente artísticas que van a recibir serán exiguas. Claro, que son apuestas seguras.