Siete años ha tardado Mariano Barroso en volver a estrenar un largometraje de ficción, tras la menor Hormigas en la boca –muy atrás en el tiempo quedaban ya sus llamativas Éxtasis (1996) y Los lobos de Washington (1999)–, aunque por el camino hayan mediado proyectos de diversa índole como la serie de televisión Todas las mujeres o el film colectivo Invisibles. El realizador barcelonés vuelve a la carga con un título que casi cabría encasillar dentro del mismo apartado donde hallamos la reciente No habrá paz para los malvados, de Enrique Urbizu, ya que ambas comparten algunos rasgos significativos, pese a la diferencia del resultado final.
Lo mejor de Eva arranca con el levantamiento del cadáver de una bailarina de striptease. La jueza encargada del caso tratará de sacarlo adelante a pesar de la falta de evidencias condenatorias contra el supuesto asesino, un acaudalado empresario. La aparición de un gigoló que se ofrece a facilitar las pruebas necesarias hará que el mundo de la magistrada dé un vuelco, ya que debido a sus circunstancias personales –un padre autoritario que la forzó al límite para lograr que se convirtiera en una juez de primera, anulando por completo cualquier tipo de vida social adicional– Eva había permanecido aislada durante mucho tiempo, sumida en un letargo repleto de sentimientos reprimidos que finalmente verán la luz gracias a la entrada en su existencia de ese tal Rocco.
Si hay que destacar un aspecto de este thriller erótico, sería sin duda la excelente interpretación de Leonor Watling, contenida pero capaz de transmitir con apenas un leve gesto todas las inseguridades y luchas internas que yacen bajo la piel de la jueza. Su personaje no sólo contempla sorprendido cómo se tambalean los cimientos de su segura y rutinaria vida, sino que además pondrá en peligro la investigación que está llevando a cabo por implicarse en exceso con uno de los testigos clave, algo totalmente en contra de los fundamentos de su forma de ser hasta entonces.
Por desgracia, el resto de elementos de esta cinta no puntúan a la misma altura. Aunque Miguel Ángel Silvestre ha demostrado tener tablas en ocasiones –véase La distancia, por ejemplo–, aquí su personaje resulta demasiado esquemático y acabamos cansados de su dicción susurrante, supuestamente irresistible. Eso sí, quien se contente con el morbo de las tórridas escenas sexuales entre los dos protagonistas saldrá plenamente satisfecho.
Por otra parte, el guión no ofrece excesivos puntos de interés auténtico (más allá de la pugna psicológica de la protagonista) y da pie a ciertas situaciones que chirrían bastante, para acabar desembocando en un desenlace atropellado y cogido con alfileres. Tampoco sus giros sorprenden, ya que se ven venir de lejos, haciendo que la historia sea previsible y algo gris, quedándose en la superficie y no profundizando en algunos aspectos que podían haber dado más de sí. De todos modos, y pese a no ofrecer más que una magnífica interpretación por parte de Watling, se deja ver para ser olvidada con facilidad.