Ya, ya: lo hemos dicho varias veces. Aquello de que cuando uno se mete en ciertos pollos, acaba logrando que la gente cambie la imagen que tiene de él. Lo de que sucede con frecuencia en los actores, cuya imagen debería ceñirse más a la de sus personajes.
Mientras muchos siguen subrayando justificadamente que es la lógica consecuencia de su libertad de expresión (algo que repiten generalmente quienes comulgan con sus causas) hay también quien cree que incluso cuando estas puedan ser buenas, esa imagen a la que nos referimos puede quemarse. No se trata solo de terminar alejando a la audiencia que tenga ideas contrarias, de que algunos tengan la sensación de que los personajes en cuestión, por haber triunfado en un arte, creen que sus opiniones tienen más peso o de que están para dar lecciones. A veces, sencillamente es eso: su imagen termina por cansar.
Sí, en nuestro país la jugada se volvió contra los actores militantes que tanto habían gustado a la opinión pública cuando pasaron el sombrero al gobierno al que más habían apoyado. Entonces llegó lo de la piratería, las tortas virtuales, y para muchos dejaron de ser simpáticos: eran unos trepas que iban a lo suyo y ya.
Pero hay un caso aparte del resto. Unos pocos, vaya. Porque aunque no vaya hoy con él, cómo olvidar a Oliver Stone, departiendo entre dictadores y sentenciando sobre el devenir de los tiempos. Pero al fin y al cabo él es un director veterano, ha visto cosas y se ha ganado un cierto derecho a juzgar por cuanto a través de sus obras lo hacía con puntual acierto. Sí, acierto encerrado en su pasado. Mejor olvidar lo de ahora.
Centrándonos. Sean Penn se ha ido a Las Malvinas. Debe tener un hueco en su agenda y ante posible incremento de hostilidades anglo-argentinas y ya que tenía que recaudar para Haití, el tipo ha decidido arreglarlo. Con la Kirchner se le ha visto. Cómo negarle a un actor de talla internacional y su imagen una visita, cómo rechazar esas fotos, diga lo que quiera decir el visionario. Tampoco hay que tomárselo a broma: no sería el primer actor USA que acaba de presidente, si los delirios se le retuercen. El chico fue a lo suyo, y no contento con eso, en su cualidad de embajador de Haití, pasó después por Bolivia y dio más lecciones de política internacional.
El caso de Sean Penn, un actor del que sólo pueden decirse cosas rotundamente buenas (entre sus abundantes interpretaciones, ha firmado papeles de grande, justamente reconocidos por la Academia), no es nuevo. Y nos recuerda cuando acabó rebotado-perdido porque en Team America le parodiaron, con menos dureza - justo es decirlo- que con la que ajusticiaron a Michael Moore (quien en su militancia antiBush, en la cinta acababa metido a terrorista: aquello era una parodia). No le gustó que cuestionaran sus dotes de experto en geopolítica y Trey Parker y Matt Stone dejaron de ser sus colegas. Uno recuerda el jaleo y solo puede preguntarse si, de haber sido película de carne y hueso y de haber sido él actor de su propia parodia (si en definitiva se hubiera llenado el bolsillo), si entonces le habría parecido tan grave.
En todo caso alguien debería seguirle con una claqueta. Señalarle cuando sale del estudio, cuando deja de ser protagonista. Aunque bien visto mejor darle un manual de “economía para torpes en dos semanas”, y que cuando tenga un hueco se dé una vuelta por el FMI a resolver la crisis actual. Podría sernos útil.
