Rodrigo Cortés estrena nueva y flamante obra, con actores de enorme peso y una historia de ilusiones y poderes paranormales llena de tensión y asfixiante intriga.
Brillantemente construida aunque irremediablemente débil en su segundo tramo.
Todos sabemos que el cine es una suerte de magia construida para engañar a nuestros sentidos. Lo que no queda tan claro es que el prestidigitador que está detrás del trucaje logre que su magia quede completamente limpia. Rodrigo Cortés se enfrenta ahora al juicio posterior a un éxito rotundo. Recordemos: después de una primera y meritoria obra novel, Concursante, vino su confirmación internacional que conquistó a crítica y público de medio mundo. Su celebrada Buried logró dar a conocer su nombre y, de paso, le permitió hacer una nueva cinta con actores de la talla de Cyllian Murphy, Sigourney Weaver y Robert de Niro, trío de ases que saben muy bien a lo que juegan en esta obra: los tres también forman parte de una alambicada puesta en escena, digna de un buen espectáculo nigromante, que incluso juega con el poder de credibilidad de los actores.
Las luces rojas del título hacen referencia a todas aquellas incongruencias que pueden encontrarse en todo efecto sobrenatural. A estas luces rojas y a su descubrimiento viven dedicados en cuerpo y alma dos doctores, desenmascarando así todo tipo de fraudes amparados en las creencias paranormales.
Luces rojas también debe buscar el espectador en lo que está viendo pues estamos ante un juego de engaño bidireccional de los sentidos en el que Cortés maneja las validaciones de lo que se muestra en pantalla. La magia y la ilusión dentro del cine adquiere aquí un sentido que no veíamos posiblemente desde El truco final, de Nolan, referencia casi obligada en cuanto se observa la propuesta hoy aquí analizada.
Brillantemente construida aunque irremediablemente débil en su segundo tramo, la cinta obliga al posicionamiento y a la duda. Se trata de un inteligente desafío que enfrenta la eterna dicotomía ciencia versus fe, además de proponer un reto declarado al espectador; lo que percibimos por los sentidos puede ser fácilmente engañado. Y lo hace a través de sus personajes principales: mientras que Sigourney Weaver -quien parece rescatada directamente de Copycat- encarna al empirismo riguroso, Robert de Niro supone la supuesta revelación de las paraciencias. El guión está construido con suficiente entereza como para ir tejiendo una tela de araña en torno a esta imposible disyuntiva y al desarrollo de los acontecimientos.
La capacidad discursiva que esconde Luces rojas resulta absolutamente inusual en un thriller de intriga de estos parámetros pero cierto es que Cortés aprovecha precisamente esa misma condición para ir paulatinamente introduciendo al espectador en un complejo juego de espejos que juega al desconcierto de los elementos y a la alteración de la realidad percibida. Todo es ilusión pero toda ilusión contiene una realidad subyacente que quizás se ha perdido sólo en apariencia para finalmente ser revelada. Su discurso se puede apreciar tanto en el texto como en la escritura de la obra. Consciente el realizador de su tarea, aquí se revela como más ilusionista que nunca: la función que presenciamos es su propio espectáculo de prestidigitación y reclamos sensoriales que juegan al obligado despiste.
Cortés demuestra, una vez más, su pericia para crear un metraje que adquiere la condición de potente artefacto de relojería. Mediante el despliegue de una estética gélida que planea durante toda la cinta, una planificación estructural asombrosa, una buena elección de actores y edición (realizada también por él mismo), las palancas de control que maneja Cortés crean una cinta absorbente y altamente tensionada que eleva las expectativas y pone en jaque a las mentes pensantes.
Pasada toda la maquinaria de exquisita precisión, cierto es también que el fuelle logrado termina en desvanecimiento. Y es que el prestidigitador nos ha vendido un conejo en la chistera todo el tiempo, un truco de sobras conocido por todos que ha perdido el interés cuando se desvela.