Cuando los personajes abandonan el campo de batalla la cinta pierde todo su interés.
Doscientos cincuenta millones de dólares, una cifra que cuesta incluso de imaginar qué supone verdaderamente, ha sido el presupuesto invertido por Disney para construir John Carter, una adaptación de la novela de Edgar Rice Burroughs en la que un excombatiente de la Guerra Civil Norteamericana se deberá enfrentar a luchas incansables con seres extraños habitantes de Marte. Para ello, la Disney, que suele ser muy sabia, ha preparado uno de esos proyectos sin parangón con un reparto estelar (basta con ver los créditos) y un despliegue de medios de los que piden a gritos ser vistos.
Al igual que Prince of Persia: Las arenas del tiempo, también de la celebérrima factoría animada, John Carter es cine de palomitas realizado con la megalomanía como principal reclamo y con varios elementos puestos a prueba para encandilar audiencias: parajes asombrosos (estamos en el planeta rojo, como se ha apuntado), monstruos imaginativos y un diseño de producción de infarto. Se trata de un juguete mastodóntico carísimo, casi perfecto en sus formas, que no tiene mayores preocupaciones que convocar la épica conjugada con el espectáculo desmedido. Sus soluciones visuales (es otra de esas cintas que bien valen pagar su visionado en 3D) son merecedoras de ese vasto presupuesto, su escenografía es espectacular. Estamos de acuerdo en que como pasatiempo de estética ultramoderna funciona a todos los niveles.
No busque el espectador, sin embargo, profundizar demasiado en lo que está viendo, y eso que Andrew Stanton (el director de WALL-E, ojo) está detrás de las cámaras . Cuando los personajes abandonan el campo de batalla y no están lidiando con fuerzas sobrehumanas, es como si la cinta perdiera todo su interés de pronto y a pocos les preocupa el devenir de los diálogos. Y eso que podemos decir que la película tiene un sólido comienzo y un digno pasaje final que hace que supere la media de grandes aparatos técnicos para mentes poco pensantes. Lo que sucede es que algo falla en sus tramos medios: su ritmo, fuera de la arena que enfrenta a los caracteres, se revela cansado.
John Carter pertenece al conjunto de cintas que se olvidan fácilmente cuando se sale de la sala de proyección y uno se dedica a otros menesteres. Es la perfecta demostración de que una película de acción puede alcanzar momentos de verdadero y asombroso estruendo aunque también puede pasar por momentos absolutamente plomizos. Pero es otro producto cuidadosamente distraído, y esforzado aunque resulte agudamente desigual, que debe su crédito a sus logros técnicos. En una época de competencias durísimas en el apartado de aventuras de ciencia ficción de grandes presupuestos y resultados artísticos dudosos (no diremos nombres), John Carter triunfa por resultar, al final, una diversión agradable. Con eso nos quedamos.