El film tiene un aire que nos trae a la memoria algunos thrillers de corte político de los años 70.
El mediático George Clooney vuelve a ponerse detrás de las cámaras, tres años después del intrascendente divertimento que fue Ella es el partido, y aliándose de nuevo con Grant Heslov, con quien ya escribiera el libreto de la recomendable Buenas noches, y buena suerte (2005). El carismático actor –que también ejerce dicha faceta en esta producción, reservándose un rol secundario– retoma aquí su interés por los entresijos de la política, ofreciéndonos un paseo por las cloacas de una campaña electoral donde debe elegirse al candidato demócrata a la presidencia de Estados Unidos.
Los idus de marzo está protagonizada por Stephen Meyers, un importante miembro del gabinete de comunicación –léase propaganda– del gobernador Mike Morris, que se encuentra en la recta final para poder posicionarse con claras opciones de llegar a la Casa Blanca. Una serie de movimientos de ambos partidos dominantes, el demócrata y el republicano, situarán a Stephen en una delicada situación que pondrá al descubierto parte de las miserias que subyacen bajo la aparente normalidad y transparencia de los partidos políticos norteamericanos (aunque es fácil pensar en global y llegar a desoladoras conclusiones respecto a cómo funcionan dichas instituciones en cualquier otro país democrático).
El film tiene un aire que nos trae a la memoria algunos thrillers de corte político de los años 70 principalmente, y es fácil que acudan a nuestra mente los nombres de otros directores concienciados como Alan J. Pakula o Sydney Pollack. La realización de Clooney se ajusta a un clasicismo bien entendido, poniéndose al servicio de un guión eficaz que sube enteros gracias a las solventes interpretaciones de sus rostros masculinos (casi nada: Ryan Gosling, Paul Giamatti, Philip Seymour Hoffman, el propio Clooney...), de cuyas bocas surgen frases más que acertadas sobre los ideales, los escrúpulos, la lealtad, la corrupción y tantos otros elementos que entran en juego en cualquier lucha de poder que se precie. Además, tanto la fotografía de Phedon Papamichael como la música de Alexandre Desplat logran sumergirnos de lleno en la historia, atrapando al espectador y creando sensaciones que acompañan perfectamente al mensaje subyacente.
Aunque cabe mencionar que el guión opta por alguna solución fácil en su segunda mitad –con un as en la manga que es mejor no revelar– y que se le puede achacar cierta falta de profundidad (hace veinte o treinta años habría levantado más ampollas, y además bastantes de las cosas que se nos revelan probablemente a estas alturas ya sean conocidas por la gente mínimamente informada), no por ello podemos desdeñar su sólida y lúcida intriga sobre lo bajo que se puede caer –tanto en política como en la vida–, y que transmite pesimismo y amargura sobre un sistema enfermo, mera fachada de integridad en un mundo podrido. Pese a no contar con la redondez ni profundidad de Buenas noches, y buena suerte, nos es grato toparnos con una historia desoladora y bien puesta en escena, de la mano de un artista comprometido que una vez más nos quiere hacer reflexionar sobre una parte del mundo en que vivimos.