A nivel cinematográfico los resultados no están a la altura de una idea prometedora.
Hay escritores que, debido a la complejidad de su personalidad, merecerían un capítulo aparte dentro de los libros de historia. Hunter S. Thompson (1937-2005), renombrado reportero norteamericano que creó el denominado “periodismo gonzo” –donde el informador se convierte en parte activa de la historia, narrándola desde la máxima subjetividad– sería uno de esos literatos.
Los diarios del ron adapta la primera novela de Thompson, donde el periodista Paul Kemp viaja a San Juan (Puerto Rico) a principios de la pasada década de los 60 para trabajar en un diario local. Una vez establecido allí, el protagonista se verá inmerso en un entorno donde el capitalismo voraz comienza a florecer merced a las influencias externas y a las corruptas autoridades, que se aliarán con los hombres de negocios adecuados para sacar el máximo provecho posible. De hecho, a Kemp incluso llegarán a ofrecerle la oportunidad de formar parte de un importante proyecto inmobiliario ilegal que le reportaría pingües beneficios.
En la película asistimos al inicio por parte de Kemp, alter ego de Thompson, del proceso de búsqueda de una voz literaria propia: una que a través de la tinta sirva para expresarse con furia y denunciar unos hechos que se dan a diario en un contexto claramente mejorable, el mundo que le tocó vivir. Con ello, Kemp pretenderá provocar airadas reacciones de quienes son, en sus propias palabras, “los bastardos de este mundo”. Viendo la huella que dejó el autor, es innegable que en cierta forma logró herir ciertas sensibilidades corruptas e hipócritas, desenmascarando sus poco loables intenciones siempre que pudo.
A nivel cinematográfico, sin embargo, los resultados en esta ocasión no están a la altura de una idea prometedora. El interés va decayendo según transcurren los minutos –demasiados para lo que se cuenta, ya que se alcanzan las dos horas de duración–, y pesan como una losa la falta de garra y la ausencia de un rumbo claro a seguir durante todo el metraje. Y es que al menos Terry Gilliam supo ensañarse en la vena más alucinógena cuando adaptó otra de las novelas de Thompson (Miedo y asco en Las Vegas, 1996), aunque el resultado final dejara bastante que desear.
Combinando toques cómicos, extravagancias diversas, desbarres etílicos, denuncia política y una trama amorosa realmente prescindible y casi metida con calzador, lo cierto es que la cinta va dando bandazos sin tener claro qué nos quiere contar, dando como resultado un conjunto mediocre y aburrido que se desinfla paulatinamente. Tal vez no apostando por una línea tan mansa y academicista –y cediendo mayor protagonismo a la vertiente más psicotrópica del literato– se hubiera logrado crear un filme que dejaría una leve huella en el espectador, en vez de verse abocado al olvido transcurridos unos pocos días.
Combaten la desidia predominante las interpretaciones de unos actores en buena forma, sobre todo los secundarios: Giovanni Ribisi, Aaron Eckhart, Richard Jenkins, Michael Rispoli... En cuanto a Johnny Depp, que vuelve a rendir tributo a su amigo Thompson, cumple con lo previsto, pero al igual que sus compañeros no puede levantar un guión que se aleja de lo salvaje e inesperado, distanciándose de una figura literaria cuyas historias merecen mayor osadía y pasión a la hora de trasladarlas al celuloide.