Una película con innegables préstamos de lo que ha sido en los últimos años la épica fantástica para jóvenes, pero con sobrados y sorprendentes atractivos que la hacen merecedora de atención.
Blancanieves y la leyenda del cazador ha sido definida de manera certera (y perezosa) como una mezcla de Las Crónicas de Narnia y Alicia en el País de las Maravillas. Es decir, como el enésimo espectáculo épico para niños y jóvenes deudor de la resonancia de las sagas Harry Potter y El Señor de los Anillos durante la pasada década; bien que pasado en ocasiones como la presente por el filtro último de la fijación por los cuentos de siempre, que acarrean menos gasto en adquisición de sus derechos y permiten experimentar a lo loco, planteando por ejemplo triángulos sentimentales entre los personajes al estilo Crepúsculo. Baste con apuntar que Blancanieves y la leyenda del cazador es la cuarta versión cinematográfica del cuento inmortalizado por los hermanos Grimm sobre la que hay noticia esta temporada tras Mirror, Mirror, la que se estrenará en septiembre con Maribel Verdú como madrastra, y la que acaba de cancelar Disney.
Dicho todo esto, así como que La leyenda del cazador trata de tocar todos los palos citados a lo largo de sus muy excesivos 127 minutos de metraje con el resultado de una arritmia y una indefinición algo soporíferos, debe admitirse que cuando el director novel Rupert Sanders no se obsesiona por resultar derivativo (aquí un troll, allá un árbol viviente) o entretenido (las escenas de acción son ilegibles), sino simplemente atmosférico, su película hace gala de una acritud, una crudeza, un desprecio por la corrección política, que hacen de ella un cuento de los de toda la vida. Léase, una ficción fantástica que sirve al propósito de que el público encare metafóricamente las complejidades de lo real, y no al de encapsularle anestesiado y emasculado en una burbuja de buen rollito y autocomplacencia que antes o después explotará sumiéndole en lloriqueos.
Blancanieves y la leyenda del cazador no es el primer síntoma de este endurecimiento imprevisto de las fábulas para adolescentes, señalemos la todavía en cartel Los Juegos del Hambre. Cabe la esperanza de que la crisis, o el hecho de que toda una generación crezca desde hace años acunada por un tipo de ficción muy determinada, vaya obligando a esta a ejercer progresivamente de algo más que de escapismo, en el sentido más innoble de la palabra.
¿Y cómo logra convertirse Blancanieves y la leyenda del cazador en una especie de película trampa para el espectador desprevenido de hoy? En primer lugar, apelando a una imaginería mayormente física y, dentro de lo que cabe, gótica, que debe más a Macbeth (1971), Excalibur (1981) o Robin Hood (2010) que a la estética light, digitalizada, a la que se nos ha acostumbrado últimamente. Los trabajos de ambientación, vestuario, banda sonora y música son brillantes, y sería lógico ver alguno de ellos candidato a los próximos Oscar. Su impronta es tanta que, si Vladimir Propp estudió hasta la saciedad la influencia de lo histórico en los cuentos de hadas, bien puede suceder cuando el cuento cumple su función siquiera a nivel escenográfico que se produzca un camino de vuelta, y lo fabuloso se entrecruce con lo histórico para enriquecer este último ámbito, como ya sucedía en la película citada de Ridley Scott.
Relacionado con lo anterior, es imposible soslayar en segundo lugar que una Charlize Theron desatada compone la madrastra de Blancanieves más terrorífica desde la forjada por Walt Disney en 1937: una villana atormentada, resentida e implacable con ecos de la Condesa Sangrienta, Erzsébet Báthory, y el Amon Goeth de La lista de Schindler (1993). Mientras que, en tercer y último lugar, una Kristen Stewart de belleza tan innegable como elusiva recoge el testigo alegórico de Theron y continúa perfilando -como en otros títulos recientes Emily Browning, Rachel McAdams, Mia Wasikowska, Lola Créton o Jennifer Lawrence- una feminidad contemporánea displicente ante los requerimientos masculinos, absorta en la redefinición de su rol como mujer en el rumbo de las cosas.
Para una simple mezcla de Las Crónicas de Narnia y Alicia en el País de las Maravillas, no está nada mal.