El estreno de la última película de John Waters, Los sexoadictos, puede entenderse como la visita de un viejo amigo en un momento en que todo rezuma adocenamiento y convención. No importa que nos llegue con retraso; tampoco importa que el título que le hayan encasquetado (el original, “A dirty shame” era mucho más sugerente, pero que le vamos a ser si preferimos escamotear nuestras sucias vergüenzas) recuerde más a un producto “clasificado S” que a una comedia salvaje con una incorrección medular y modélica. El caso es que Waters siempre será Waters, y ha decidido hacernos una nueva visita, que es, a su vez, una invitación. Y no ha venido solo: se trae consigo a un deslenguado Johnny Knoxville (del ya mítico, en múltiples aspectos, programa “Jackass”), a una Selma Blair (radiante, como siempre) con unas mamas totémicas, y a una Tracey Ullman como nunca la hemos visto. Las puertas de la clínica de adictos al sexo quedan abiertas de par en par. Mojigatos y amigos de Bush, por favor abstenerse.
Durante el estreno en Baltimore de “Pink Flamingos”, en el ya lejano 1972, los padres de Waters prefirieron esperarlo a la salida, ya que no querían ver la cadena de perversiones que su hijo había perpetrado. Allí conocieron a los padres de Divine, el orondo travesti que hacía las veces de musa del director en la película. Treinta años más tarde, el hijo díscolo se ha convertido en alguien de quien enorgullecerse: primero, por insuflar de humor vitriólico y multirreferencial al panorama underground de la época; segundo, por convertir la nostalgia camp en alma afilada y arrojadiza (en “Cry-baby” y “Hairspray”, que ahora espera un remake); y, finalmente, por haberse convertido en el único superviviente activo de su promoción, y en uno de los escasísimos directores que puede jactarse de poseer una independencia cristalina en Hollywood sin haber renunciado a sus constantes. Es decir, uno de los más firmes agarraderos que tiene la gran comedia americana en estos momentos.