Que ni el sentido narrativo, ni el humor de Waters hayan cambiado desde sus inicios, desde la época de las descontroladas “Pink Flamingos” o “Cosa de hembras”, no puede ser interpretado sino como uno de esos extraños milagros que muy rara vez ocurren en la meca dorada. Lo suyo sí que puede entenderse como una evolución en toda regla, sin asomo de claudicación: consciente de que la era de la provocación gratuita emitía su canto de cisne (como irónicamente reflexiona en su magistral libro “Majareta”, editado por Anagrama y altamente recomendado para todo aquel que piense que el cine es algo más que pegar planos), decidió cambiar la fealdad punk de su primera etapa por un colorismo casi naif, y emprendió diferentes contiendas.
Ajusticiar el american way of life en “Los asesinatos de mamá” o a los soplagaitas del cine en “Cecil B. Demented” fueron algunas de ellas; sin embargo, muchos de sus fans prefieren “Pecker”, amable cuentecillo de corazón envenenado donde contaba la historia de un joven fotógrafo que triunfa retratando la parte más soez de su barrio y es saludado como el nuevo Warhol por la élite más snob de Nueva York: un retrato de evidente paralelismo con la figura de su director.
Al margen de todo esto, su estatus como autor de culto, último vestigio vivo de una época creativa envidiable, le ha permitido trabajar con auténticas estrellas hollywoodienses, eso sí, sólo con las más atrevidas y rebeldes. En el musical “Cry-baby, el lágrima” se entendió a la perfección con Johnny Depp y con la guapa Amy Locane, luego popular gracias a la teleserie “Melrose Place”. Desde entonces, Matthew Lillard, Willem Dafoe, Edward Furlong, Christina Ricci, Lili Taylor, Stephen Dorff o Melanie Griffith han pasado delante de sus cámaras. Además, puede congratularse de haber conseguido uno de los últimos grandes papeles de Kathleen Turner: la protagonista de “Fuego en el cuerpo” está gigantesca componiendo su sangriento papel en “Los asesinatos de mamá”.