Ni siquiera a la hora de elegir el cásting se ha olvidado Waters de su pasado. Mink Stole, amiga personal que ya aparecía en sus primeros cortos, siempre tiene reservado su papel estrella. En “Cry-baby” era una fanática religiosa; en “Los asesinatos de mamá” una vecina con terror a las palabrotas; en “Pecker” la jefa de una mesa de votación, y en “Cecil B. Demented” la presidenta de su asociación caritativa. Todos roles alrededor de la gran especialidad de Mink: parodiar ese conservadurismo hipócrita tan americano como universal. ¿Cambiará de registro en “Los sexoadictos? Mucho me temo que no.
Bien situada la Stole, los verdaderos fanáticos de Waters pueden jugar a localizar en sus películas las siempre brevísimas, pero fieles, apariciones de otras compañeras de la época, como Mary Vivian Pierce o Susan Lowe. El resto del equipo, (tipos, tipas e híbridos como David Lochary, Cookie Muller, Edith Massey o la mismísima Divine) seguirían teniendo un lugar de honor si no hubieran caído en el curso del viaje. El mítico travesti de un ataque al corazón; otros muchos a causa del sida o sobredosis de drogas.
Si todo lo expuesto arriba no funciona para que salgáis disparados a encontrar un butaca frente a una copia de “Los sexoadictos” es que tal vez no merezcáis disfrutarla. Ya no estamos en los setenta, y los chistes sucios hace tiempo que dejaron de armar revuelo, pero de vez en cuando ciertos destellos del espíritu subversivo se cuelan por las rendijas de la cartelera. Quien quiera ofenderse que se ofenda: de eso se trata, de hecho.