Sólo con Los Duelistas, Alien, Blade Runner o Thelma & Louise el nombre de Ridley Scott es lo suficientemente significativo como para no utilizarlo con algo de respeto. Pese a ello, caprichos de marketing o la escasa memoria colectiva le han hecho valerse del sobre nombre "el director de Gladiator", como si esta estuviera en la categoría de las anteriores. El realizador que ha sido capaz de poner a prueba su dignidad con cosas como La Teniente O'Neil tiene además reciente Los Impostores, de la que parece que no hay que acordarse por no contar con circo romano. Las andanzas justicieras de Russel Crowe tenían carga visceral y una épica directa, poco importaba que su odisea siguiera las atropelladas líneas del guionista David Franzoni, uno de los representantes de la retórica más superficial, demagógica y cansina, en permanente declamación a modo de preámbulo de Constitución venezolana. Ya golpeó la dirección de Spielberg con Amistad, y después de Gladiador repitió fórmula con El Rey Arturo de Antoine Fuqua (Training Day, Lágrimas del sol), a la que inyectó su sobredosis de tedio en plena canícula.
Ahora Franzoni no se reencuentra con Scott, de hecho los próximos planes del escritor son volver a demostrar su falta de diligencia y rigor con otra de la edad romana protagonizada por, atención, Vin Diesel. Pero parece que su labor le sirvió a aquel para darle a entender que no necesita de grandes textos para volver al éxito. Apenas unas escenas de impacto, una misión con viaje homérico y gestos que evidencien una firme posición ante algo (sea lo que sea) puede llevarle a lo más alto. Aunque ha terminado por abusar de su suerte contando con William Monahan, alguien que pese a su filmografía desconocida tiene 3 proyectos para los próximos años. Y entre ellos está la cuarta de Jurassic Park (sí, otra vez los dinosaurios).
No obstante es difícil medir el grado de aceptación que puede llegar a tener la desidia en la redacción de Monahan. Puede que los ingredientes aportados cumplan su efecto puntualmente, de tal forma que los duros golpes asestados a la coherencia y la sorprendente falta de respeto por la estructura temporal podrían no ser igualmente dolorosas para todos. La cosa comienza con un humilde herrero (Orlando Bloom) que vive atormentado por la pérdida de su mujer. La aparición de su desconocido padre (Liam Neeson) y su cambio social camino a Tierra Santa, se llevan con una rapidez similar a la empleada en la lectura de estas líneas, añadiéndole más cosas de las que serían asimilables por credibilidad. Así la primera media hora anuncia lo que va a ser una constante al demostrar cómo los acontecimientos se atropellan, tropiezan unos con otros, y de cara a tirar adelante y abrirse paso no dudan en chafar a sus personajes y a una sufrida lógica. Su protagonista, que avanza con la misma incomprensible celeridad con la que ha crecido su actor arropado en el fenómeno Tolkien, repite hasta el cansancio la cara de circunstancias ante la aparición y desaparición de su padre, la lucha y el alborozo, el enamoramiento de anuncio de colonia al que se somete junto a Eva Green (escenas torridas suprimidas para hacerlo aún menos emotivo, y eso que la señorita tenía experiencia) y las extrañas decisiones que le toca tomar víctima de los designios irracionales del amigo guionista. Eso sí, las toma siempre en nombre de su extrema caballerosidad, virtuosa nobleza, y experimentada pose de visionario capaz de dilucidar cómo cavar un pozo, ganar una guerra, o hacerse con el cariño de las buenas gentes mientras un grupo de niños corretea por el plano detrás de cualquier cosa.
La combinación de las prisas con sus más de dos horas repletas de confusa discusión mutilada (con más espacio y louacidad habría sido del gusto del mismísimo Oliver Stone), agravada por todos aquellos que aparecen expresando extrañas emociones sobrecargadas, dejan todo en manos de un extralargo videoclip de moros y cristianos generoso con la cámara lenta y entradas y reentradas de bandasonora. Si no fuera por ellas, uno no sabría dónde hay que intuir el mensaje o la pasión folklórica. A algunos el déjà vu de batalla a lo Señor de los Anillos les permitirá aferrarse a este reino de tinieblas, aun cuando la propia lucha se tramita con decisiones inexplicables siguiendo la tónica general. Pero lo mejor es no preguntarse nada para no encontrar sus respuestas, y dejar que acabe el espectáculo para luego, si uno tiene algo de cinéfilo, repasar tiempos mejores de su director.