Elevado a los altares de la provocación desde sus primeros e inimitables trabajos (Polyester, Pink Flamingos), el director John Waters no ha dejado desde entonces hasta ahora de hacer lo que a él mas le gusta –carcajearse ferozmente de las costumbres y estereotipos propios del norteamericano medio- y como a él le gusta, en ocasiones con mas acierto que en otras pero siempre fiel a si mismo. Y este film que nos ocupa, su última gamberrada por el momento, no es ninguna excepción.
Partiendo de esa doble moral que caracteriza al país de las barras y estrellas en lo referido al tema de la sexualidad y del conservadurismo imperante entre la mayoría de la población Waters plantea un retrato de la típica familia norte-americana media en la típica ciudad norteamericana media (Baltimore, esce-nario de todos sus films y convertido en un personaje más de sus películas) aparentemente normal en la superficie que rápidamente va enrareciéndose para poner al descubierto el enfrentamiento entre una oleada de adictos al sexo de toda clase y condición, cuya adicción es fruto de un golpe en la cabeza, y la población mas rancia y conservadora del lugar que reivindica para sícon orgullo la etiqueta de sosos.
A partir de ahí el desmadre avanza a toda máquina, arrojando dardos en todas direcciones y sin dejar nada impoluto en una muestra de vandalismo descarado similar a la de las pintadas en la puerta de un baño público.
Ese vandalismo está presente también en la forma en que el realizador de Cry-Baby visualiza el relato rompiendo ese estilo sencillo y costumbrista con repentinos toques de escatología pura y dura, no tan literal como sus inicios (la mítica escena de Divine comiéndose un excremento) pero igual de corrosiva, llenando el metraje de insertos de películas clásicas con imágenes provo-cadoras para mostrar la caída en la adicción sexual o de rótulos ofensivos para describir el estado de ánimo de los personajes. La misma irreverencia que le lleva a realizar un paralelismo entre los líderes de los adictos sexuales y el nuevo testamento buscando no la salvación del hombre, sino el acto sexual inédito que les lleve al orgasmo definitivo y a plantear el clímax del film, con los sexoadictos tomando las calles, de una manera que recuerda a La Invasión de los Ultracuerpos o a alguna de las epopeyas zombi de George A. Romero mas que a una comedia.
Mención aparte merecen los personajes, encarnados en toda su estrafalaria plenitud, por intérpretes tan solventes como Tracey Ullman en el papel de Sylvia, quien tras el consiguiente golpe en la cabeza pasa de convertirse en un ama de casa responsable a un putón verbenero en un tiempo récord. Selma Blair como su hija Caprice, alias Ursula Mamas, bailarina de pechos exageradamente hiperdesarrollados que haría las delicias del ya fallecido Russ Meyer, Johnny Knoxville, alma del infame “Jackass”, como Ray-Ray, mecánico con vocación de mesias sexual o Chris Isaak como el marido calzonazos. Eso solo por citar a los principales de un reparto que incluye a un bedel al que le excita lamer la suciedad o el policía al que le pone disfrazarse de recién nacido, sin olvidar el descacharrante cameo sorpresa de David Hasselhoff.
Trufada de escenas para el recuerdo, como aquella que envuelve a Sylvia bailando y a una botella, o la paródica reunión del grupo de autoayuda para adictos al sexo basada en el método de los doce pasos, “Los Sexoadictos” resulta una estimulante gamberrada en forma de crítica social pasada por el tamiz de un exquisito sentido del mal gusto que vuelve a demostrar que Waters sigue siendo un cineasta irrepetible en su estilo -Todd Solondz seria quizás el único capaz de comparársele- al que seguir con interés. Y que dure.