Poco sabemos del director de esta elocuente Nadie Sabe, Hirokazu Kore-eda, dado que ninguno de sus films ha llegado a nuestras pantallas pese al éxito de algunas de ellas en diferentes festivales.
Presentada en la sección oficial del pasado Festival de Cannes, se llevó el merecidísimo premio al mejor actor para el joven Yagira Yuuya, perfecta personificación de la pérdida de la inocencia de la manera más cruel. Y es que su personaje convive con su madre y tres hermanos más en un piso de escasos metros cuadrados. Una mañana se despierta y encuentra una nota de su madre en la que le comunica que se marcha por tiempo indefinido. En ese momento los niños deberán salir adelante sin ayuda de ningún tipo puesto que nadie sabe de su existencia.
Por increíble que esta historia pueda parecer, está basada en un hecho real sucedido en Tokio en 1988. Pero aunque el relato se base en un hecho concreto, no es un suceso aislado sino que su descubrimiento removió conciencias convirtiéndose en un verdadero problema social.
El punto de arranque puede definirse como jovial, la madre y los dos hermanos mayores llegan con dos maletas enormes de las que salen los más pequeños felices y juguetones aunque medio asfixiados. Conforme avanza el metraje esa media sonrisa se va congelando poco a poco cuando se comprueba que el egoísmo de la madre supera con creces el límite de lo soportable.
Lejos de lo que pueda aparentar, la intención de su director no es hacer apología de la lágrima fácil, evitando en todo momento el drama al uso, sino que acerca su cámara al día a día de los niños que se van adaptando a sus tristes circunstancias de la mejor manera, con juegos y risas... antes de darse cuenta de su realidad.
El rodaje duró cerca de un año, tiempo en el que cineasta logró una total complicidad con el joven reparto hasta conseguir que la cámara fuera un huésped más del piso. Esto supone un aliciente añadido puesto que el espectador comprueba por si mismo su crecimiento real mientras avanza la narración, rodada en sentido cronológico.
Fiel amigo de los detalles, Koe-eda convierte este drama en auténtica poesía ayudado, como no, por el verismo que transmiten los ojos de los pequeños, abandonados a su suerte y obligados a madurar a marchas forzadas mientras vemos como sus ropas y su pelo van descuidándose ante la asustada mirada del espectador, que se teme lo peor.
El espectador disfruta y sufre en la misma medida que ellos, preguntándose cómo es posible que sucedan cosas similares. Y es que va a ser verdad que la realidad supera a la ficción.