En nombre de su independencia, personalidad, condición de artista, y tantos otros argumentos, doña Ingrid Magnussen -alias Michelle Pfeiffer- es egoísta, egocéntrica y ensimismada. Tiene un concepto propio de la vida con el cual no deja de mirarse su lindo ombligo, punto central del universo al cuál también debe atención su única hija. Posible lastre para tan inspirado temperamento, acaba separada de ella cuando las consecuencias de su forma de actuar la llevan a la cárcel, condenando a la pequeña a rondar por entre familias y centros varios de asistencia a la infancia. Todo esto, es obvio que se cuenta con una finalidad inevitable: el dramón. Penalidades constantes que si no fuera por tonos de piano guiando lentas melodías a lo 'American Beauty', cortarían la digestión de la sobremesa en forma de telefilm. Ayudan también esporádicos saltos temporales con que recrear la angustia interior de una niña desvalida cuya vida pende de una madre a la que pronto empieza a cuestionar. La aderezan de pretensiones.
Por contra, toda esta huída de la película vespertina se quiebra cuando puntualmente el micrófono aparece a modo de espontáneo, robando plano con tanto protagonismo como para convertirse en uno más del reparto. La devuelve al saco de las buenas intenciones, como la de extraer de un libro de corte feminista una historia de permantentes golpeteos cuya verdadera función es comernos la moral. Salvo la conclusión final -aquí, en forma de voz en off- que consigue sacar algún tipo de beneficio espiritual que refuerza su carma y le lleva a una vida mucho más agradable, y por ello fuera de los dominios del desvalido espectador. Que imagine este si le quedan fuerzas.
¿No le quedaban al director para repetir cierta impúdica escena?