La vida de la mexicana Frida, símbolo de su país y conocida mundialmente por su especial estilo pictórico -aunque hasta hace un par de días servidor no sabía nada de ella- fue lo suficiente intensa como para hacer una película en que narrar su evolución como artista repleta de emociones.
Entre estas, el dolor, compañero cuya fidelidad ya hubiera querido imitase su marido -especialista en elaborar grandes cornamentas, además de ser también pintor- la acompaña invariablemente tras un accidente de tráfico. Marcada por ese inagotable sufrimiento, el contraste con un carácter optimista y sufrido se reflejaba en una obra de contradicciones en que trazos alegres ofrecían escenas de explícita dureza, retazos autobiográficos alimentados por demasiadas horas de cama en que depurar estilo.
Técnicamente correcta, la curiosa alternancia de planos que se funden con sus cuadros o muestran visiones surrealistas, salpican una cinta que transmite tan bien su alegría natural como su desdicha, y la ubican en sus pasiones a ritmo de banda sonora de tonos necesariamente mejicanos.
Además el reparto en secundarios -con algunos de los mejores actores del momento: Edward Norton y Geoffrey Rush- eleva varios puntos su categoría, sirviendo en su utilización para mostrar lo rica que fue su vida por entre sus constantes achaques.
Sin necesidad de participar en exceso en las bondades de su arte, la producción, llamada a obtener algún que otro reconocimiento en la gala de los Oscar, es una buena apuesta por una película que no se deja caer en el drama, y que sabe contar la vida de Frida en el tono con el que se describe su personalidad.