Su cine puede gustar, o puede no gustar (incomprensible). Puede dudarse de su salud mental (razonable), o incluso cuestionarle por sus habituales recurrencias. Pero no cabe el margen o la duda en lo innegable: Woody Allen, es un genio. Es leyenda viva del cine, un mito que reina con los más grandes y que sigue alimentando su gloria con tanta regularidad como modestia.
Viendo Hollywood Ending, de las varias cosas que sorprenden (una vez más) es la cantidad de méritos que sigue acumulando. Porque de haberse limitado a ejercer un papel de actor, las alabanzas a su registro cómico y expresividad serían una buena -aunque inútil- tentativa de sonrojarle. Caso de haber sido únicamente director, los halagos habrían de unirse ya a alguna mención a su genialidad. Y de haber sido "sólo" responsable del guión, los dotes de privilegiado ya no podrían esconderse por ningún lado. Sería por esa sola parte de su labor el responsable de una condensada carga cómica de escaso parangón.
Pero es que no, no hay que olvidarlo: él hace las tres cosas. Interpreta sus papeles, los dirige, los escribe. Y si, como se ha dicho, con su humor fino, sardónico, tan lúcido en lo crítico e inagotable, brilla hasta el esplendor, en lo demás no queda por detrás..
De lo más agradecido, ver como no deja títere con cabeza. Se lo gana a base de no casarse con nadie y ser él centro principal de sus burlas. No es manipulable y no se rinde a la crítica obvia. Los diablos que persiguen los valedores de Woody Allen -generalmente relacionados con rasgos de la vida yanqui- no quedan como instrumento para congraciarse con su público europeo. Honesto y consciente de la situación, parodia hasta la realidad incluso a quienes le admiran. Todo a lo largo de una hilarante historia de un director acabado por la hipocondría.
Una comedia de enredo de las que sólo él sabe hacer, repleta de momentos explosivos, con la elegancia y certeza del más grande.