En 1974 se produjo en la localidad de Amityville (Long Island) el asesinato de seis miembros de una familia (cuatro niños y dos adultos) a manos de otro de los integrantes de la misma, Ronald DeFeo Jr. El susodicho acabó confesando su autoría en los macabros hechos, asegurando que unas “voces” de la casa donde residían le habían impelido a cometerlos. Un año más tarde nos encontramos con que la mansión donde sucedieron los asesinatos se vende a precio de ganga a los protagonistas: una viuda con sus tres hijos y su nuevo compañero sentimental, George, y desde el momento en que se mudan a su nuevo domicilio comienzan a suceder hechos extraños.
Con este punto de partida cuesta poco imaginarse lo que va a ir ocurriendo a continuación: intuimos que uno de los integrantes de esta familia va a verse poseído por lo que sea que habite en la casa (hipótesis que se confirma apenas un par de escenas después), y suponemos que eso llevará al final a que intente acabar con las vidas de los demás. Nada que no nos suene a ya visto: ahí está un clásico como El resplandor (Stanley Kubrick) o la más reciente Darkness (Jaume Balagueró) para restarle capacidad de sorpresa a este remake de Terror en Amityville (1979), dirigido en este 2005 por el novato Andrew Douglas.
Se nos advierte al principio de la película de que la historia está basada en hechos reales, como si eso bastara para levantar de la nada un producto que valga la pena. Por desgracia nos hallamos ante una cinta poco sutil que tiene más de efectista que de eficaz, y cuyos constantes subidones en la música y en los sonidos de fondo para provocar el miedo en el espectador acaban por cargar, y mucho. Los sustos se ven venir a la legua (usando y abusando de los recursos típicos: los espejos, la bañera, el agua de una laguna...), y aunque algunos consiguen su cometido, más por el aspecto de los espíritus que por otra cosa, es lo menos que se le podía pedir a un film de estas características y no basta para justificar su visionado. Más o menos le sucedía lo mismo a la francesa El internado, pero en aquel caso la sobriedad general de la película evitaba que le restáramos puntos por fatua.
Otros aspectos que irritan en La morada del miedo son, por ejemplo, la no demasiado conseguida ambientación en 1975 (salvo por una noche que la pareja principal se va a cenar y lucen ropa propia de aquella década, uno apenas se percata de que la acción no transcurre en la actualidad), el conveniente recurso de que ninguno de los dos cabezas de familia tengan una ocupación fija (se nos dice que George es contratista, pero no llegamos a verle ejercer y parece estar en casa a todas horas), o detalles que si bien pueden dan miedo ya nos suenan a vistos (los imanes que forman frases macabras en la nevera aparecían en la novela Un saco de huesos, de Stephen King). En suma, entre la falta de contención y lo sobado del guión el que esto firma no le ha encontrado interés alguno a esta cinta. Quizá los amantes de los sustos fáciles y estridentes opinen lo contrario, claro está.