Siempre queda alguien que acude al cine sin la más remota idea de qué es lo que va a ver, y que con un título como este sale preguntándose dónde demonios se han escondido los fantasmas. Es probablemente el detalle más simpático de una velada de cine dedicada a un nuevo caso de actor con deseos de evolución. Lógico, tras una vida profesional recibiendo órdenes delante de la cámara, sentirse capaz de ponerse detrás y hacer lo que tantas veces ha mandado el jefe. Así llega Matt Dillon a interpretar y dirigir su película, una vocación rodeada de algunos nombres (el gordito Pardieu siempre acompaña) para tratar de defender un estilo propio.
Con una cámara muy activa, aspirando a un toque modernito poco necesario (y por si solo, nada solucionador), y una banda sonora oriental de corte hortera-intencionado (que llega a saturar), se monta una de delincuentes bastante insípida, con un único rasgo destacado: el surrealismo que aparece cuando formando montañas de esperpento, la fealdad y suciedad del escenario Camboyano, da un giro más en enrarecimiento.
En cuanto a la trama, para estafitas y malversaciones con mafiosos sin escrúpulos -fuente de dura violencia que provoque alguna emoción en el aburrimiento-, no es precisamente un ejemplo de narración. La confusión y la desidia se van alternando intermitentemente, de forma tan gris que no podremos saber cuál de las dos es la responsable de que en ese momento concreto estemos mirando el techo. Preguntándonos cada cuánto lo limpian, y cuando fue la última vez que lo hicieron.
No parece que de todo esto se vaya a sacar una conclusión positiva. En su particularidad casi excéntrica, en el deseo voluntarioso se acaba todo. Quizá al chico le queden ganas de repetir. Que se lo piense antes... o que antes se haga unos cortos.