Caroline (Kate Hudson), una joven enfermera traumatizada por no haber asistido a su padre en el lecho de muerte, se cansa de la indiferencia reinante en el hospital donde trabaja y decide emplearse por su cuenta. Por mil dólares a la semana acepta cuidar a Ben Deveraux (John Hurt), un anciano apopléjico que agoniza junto a Violet, su excéntrica mujer (Gena Rowlands), en una tétrica mansión situada cerca de Nueva Orleans. Caroline pronto aprecia que en el caserón no hay espejos, que Ben está deseando escapar del lugar, y que Violet no parece dispuesta a satisfacer sus dudas en torno a tales misterios.
En esta película, la estrella es el guionista. Ehren Kruger se ha ganado ese tratamiento gracias a sus trabajos para Arlington Road, Scream 3, Operación Reno o The Ring (I y II). Actualmente se hallan en diversos grados de producción otros guiones suyos como Los Hermanos Grimm, El Talismán y la saga marciana de Edgar Rice Burroughs. Lo suyo es la fantasía y el terror, que en el caso de La Llave del Mal toman la forma de un cuento gótico beneficiado por las localizaciones, una morbosa obsesión por los efectos de la magia y los estragos de la edad, y un final sorprendente.
Por lo demás el esquema de la historia está muy manido. Una heroína se enfrenta sin apoyos a secretos atrapados en desvanes que una vez desencadenados arrojan una luz siniestra sobre el presente que la rodea y amenazan su vida. Y su desarrollo, así como la realización del mediocre Iain Softley (Las alas de la paloma, K-Pax) no pasan de lo correcto. A lo largo de los largos 105 minutos que dura el filme hay numerosas caídas de ritmo. Seguimos lo que pasa y, más o menos, intuimos cómo acabará la película. Sin embargo a Kruger y Softley parece que se les olvida disimularlo o dramatizarlo, y muchas escenas no sirven al propósito de hacer avanzar la narración: se agotan en sí mismas, son redundantes o carecen de tensión.
La llave del mal es una de esas películas llenas de sugerencias concretadas con pereza. Nadie pedirá que le devuelvan el dinero de la entrada, gracias entre otras cosas al citado final. Pero sí abundan durante la proyección los cambios de postura en la butaca y las miradas de reojo a nuestro acompañante; y, a la salida, el encogimiento de hombros mientras se tira el cubo de palomitas lo dice todo.