La muerte no significa nada. La noticia del fallecimiento el pasado día 17 de agosto de Tonino Delli Colli, uno de los directores de fotografía más respetados del mundo, no es sino una magnífica oportunidad para recordar su brillante trayectoria en el cine y para valorar el mérito de una profesión cuya importancia no alcanzan a reconocer muchos aficionados.
En efecto, los estragos teóricos de la Nouvelle Vague han supuesto que aún hoy se siga considerando al director de una película como su autor. Esto no era cierto cuando el cine se facturaba en grandes estudios ni lo es ahora que los proyectos se ofrecen a las productoras y las distribuidoras en “paquetes” que incluyen a guionistas, realizadores, actores y otros profesionales normalmente representados por una misma agencia.
La autoría de la imagen
Directores que hayan podido ser considerados artistas plenos, con un universo estético y dramático propio e inconfundible, se cuentan con los dedos de una mano. La mayoría se limitan a ilustrar textos ajenos con, el mejor de los casos, cierto estilo superficial. Pero sean artistas o pintamonas, dependen para hacer legible la imagen del talento de técnicos diversos, entre los que figuran los operadores o directores de fotografía. Los de prestigio, como Delli Colli, tienen una formación muy por encima de lo mecánico, lo subalterno o el simple oficio; en palabras de Larry Salvato y Dennis Schaefer, autores del libro Maestros de la Luz - Conversaciones con directores de fotografía, los mejores “están tan familiarizados con la historia de las artes visuales como con la sensibilidad de la emulsión o los laberintos eléctricos necesarios para iluminar un gran decorado […] Reciben órdenes del director, pero al mismo tiempo son sus colaboradores y sus confidentes, y capaces de conseguir lo que éste quiere aunque no sepa expresarlo” .
El propio Delli Colli se expresaba en términos semejantes para describir su carrera: “He trabajado con grandes profesionales que me han permitido expresar lo mejor de mí mismo a través de las imágenes”. Y lo afirmaba después de haber firmado la fotografía de filmes realizados por Fellini, Berlanga, Zurlini, Lattuada, Pasolini, Wertmüller, Leone, Risi, Ferreri, Monicelli o Polanski. Colaboraciones que le permitían concluir sobre la autoría de la imagen: “yo me he quedado anclado en los 60 del pasado siglo, en el “cine de autor” que creaban un guionista, un director y un cinematógrafo. Era un honor formar parte de aquello. Pero todo ha cambiado. Los factores que entran en juego durante la post-producción, los efectos especiales y las nuevas tecnologías digitales interfieren en la autoría”.
La forja del artista
Como todo auténtico creador, Delli Colli fue ajeno durante mucho tiempo a tal condición. Nacido en 1923 en Roma, entró a trabajar siendo aún adolescente en Cinecittá, los míticos estudios italianos creados en 1937. Allí se le dio a elegir entre el departamento de sonido y el de fotografía, y sin pensar escogió el segundo.
Se curtió como aprendiz durante tres años con Mario Albertelli, y durante la Segunda Guerra Mundial y hasta el final de la década de los 40 ejerció como operador de cámara para Ubaldo Arata o Anchise Brizzi. A principios de los 50 ya había firmado un contrato de cinco filmes anuales para los productores Dino de Laurentiis y Carlo Ponti.
Delli Colli asistió a la eclosión del neorrealismo, el estilo surgido tras la guerra debido a la precariedad económica y la búsqueda de un mayor naturalismo en el drama, las localizaciones y la fotografía. La iluminación dependía de fuentes naturales, y el blanco y negro era obligatorio. Para el operador italiano, “el blanco y negro representaba mejor ese tipo de historias. A mí me gustaba mucho, y creo que conseguíamos resultados más satisfactorios que con el color”.
Paradójicamente, Delli Colli firmó la fotografía del primer filme italiano rodado en color: Totó en color (1952), protagonizado por un cómico muy popular. El ASA (o sensibilidad) de la película utilizada por Delli Colli era… ¡de 6!, y se vio obligado a iluminar con lámparas de b&n. Fue una de las muchas experiencias en el cine de consumo que Delli Colli tuvo que aceptar por contrato.
Esto cambiaría en 1961. Delli Colli conoce a Pier Paolo Pasolini, el culto y polémico cineasta con el que colabora en Accatone (1961), El Evangelio según San Mateo (1964), El Decamerón (1970), Los Cuentos de Canterbury (1971) y siete películas más a lo largo de quince años. Delli Colli contaba que Pasolini “no tenía conocimientos técnicos de fotografía, pero a las tres semanas de haber comenzado el rodaje de “Accatone” ya lo dominaba todo”.
A la vez, el operador se ocupaba de muchos otros proyectos –intervino como cinematógrafo en más de 130-. Los que emprendió junto a Sergio Leone le dieron fama mundial. La estética que desarrollaron juntos en El bueno, el feo y el malo (1966) o Hasta que llegó su hora (1968) era totalmente opuesta a la de los filmes de Pasolini: “Sergio sólo quería dos tipos de planos. Generales, rodados con mucha luz para que se apreciase cada detalle; y primerísimos para que también se apreciase cada detalle del cabello o los ojos de los protagonistas”. Ambos depurarían estas características en Érase una vez en América (1982).
Delli Colli también rodó cuatro películas con Federico Fellini, a quien consideraba un “improvisador inventivo”. Entre ellas, Entrevista (1987) y Ginger y Fred (1986). Además, trabajó para Luis García Berlanga (El verdugo, 1963), Louis Malle (Lacombe Lucien, 1974), Marco Ferreri (El futuro es mujer, 1984), Jean-Jacques Annaud (El nombre de la rosa, 1986), Roman Polanski (Lunas de Hiel, La Muerte y la Doncella) o Roberto Benigni: La vida es bella (1997) fue de hecho la última película fotografiada por Delli Colli.