Es normal que acudamos con grandes esperanzas a la sala de cine cuando toca visionar la nueva entrega de uno de nuestros directores favoritos, esos cuyas obras previas nos entusiasmaron en su día. Con esperanzas, pero también con miedo de que el hechizo que surtió efecto con anterioridad en otras películas esta vez no consiga su propósito. Antes de ver Princesas toca recapitular y hacer historia. Fernando León de Aranoa: Familia (1996), o cómo hablar en clave de comedia sobre la realidad y la ficción, las apariencias, la soledad... Barrio (1998), el seguimiento a tres adolescentes luchando contra el deprimente lugar que el mundo parece haberles asignado. Los lunes al sol (2002), crudo retrato del entorno de unos parados. Juzgando por los resultados de sus predecesoras, Princesas tenía el listón muy alto, pero consigue igualarlo o incluso superarlo sin problemas.
Si con anterioridad el director se había ocupado de los jóvenes y los parados de un barrio marginal de una gran ciudad, ahora es el turno de dos prostitutas, Caye (Candela Peña, la actriz perfecta para el papel) y Zulema (Micaela Nevárez) que hacen la calle con la vista puesta en sus objetivos más inmediatos: Caye quiere aumentarse los pechos y Zulema traerse a su hijo de la República Dominicana para que viva con ella. Aunque al principio ambas se enfrenten, pronto descubrirán que son más las cosas que las unen que las que las separan. Su amistad será el hilo conductor que nos guíe durante todo el metraje (dos horas que se hacen cortas), con la música de Manu Chao de fondo (con dos temas creados a propósito para la cinta que nos ocupa). Fernando León aprovecha el contexto en que se mueven los personajes para hacer un fiel retrato de su forma de vida (algo que Ramón Salazar ya abordaba acertadamente en parte de 20 centímetros), cámara en mano y con pulso inquieto.
Nos hallamos ante un nuevo acierto de un cineasta que indiscutiblemente puntúa muy por encima de la media de realizadores españoles. Sorprende de nuevo su buen oído para los diálogos (se dicen cosas que son inteligentes, divertidas, amargas y reales a un tiempo), así como la forma en que dignifica a sus personajes o el modo en que crea ambientes reales y reconocibles, totalmente transitables por el espectador (la peluquería hace las veces de aquel bar donde se reunían los protagonistas de Los lunes al sol). Tras Tapas, volvemos a encontrarnos con un magnífico ejemplo de cómo crear un retrato costumbrista actual de forma contenida, manejando con sumo cuidado las dosis justas de drama y comedia y adornándolas con unos diálogos sencillamente perfectos. Fernando León sabe emocionar al espectador de forma sencilla, sin recursos maniqueos ni apelando a la lágrima fácil, y encima nos hace pensar un poco. Así se hace el buen cine.