No sabe uno si ha sido un reto personal o el dinero la razón que ha llevado a George A. Romero a escribir y dirigir esta cuarta entrega de su saga sobre los zombies. En cualquier caso hay que reconocerle el valor, aunque haya fracasado.
En primer lugar, porque con las anteriores La Noche de los Muertos Vivientes (1968), Zombi (1978) y El Día de los Muertos (1985) el cineasta ya había entrado en la historia del cine de terror al reinventar una figura a la que películas como La Legión de los Hombres sin Alma (1932) o Yo Anduve con un Zombie (1943) habían otorgado una aureola exótica y romántica. Los caminantes o podridos de Romero, sin embargo, eran nuestros vecinos, nuestras parejas, nuestros hermanos, que volvían de la muerte sin muchas explicaciones, en estado de descomposición variable o terriblemente mutilados, y hambrientos de nuestra carne. Este horror visceral y nihilista conmocionó a varias generaciones de espectadores, y dio lugar a multitud de imitaciones y plagios y hasta a interpretaciones sociopolíticas (remitimos al lector al magnífico especial de Rodrigo Arizaga publicado en estas páginas).
Era difícil que Romero superase sus propios antecedentes. Pero es que además en los últimos años hemos tenido la suerte de ver numerosas actualizaciones o variaciones del tema: Resident Evil, 28 Días Después, Amanecer de los Muertos, Shaun of the Dead, Les Revenants… Todas ellas deben mucho (o todo, Amanecer… es una revisión de Zombi) a Romero. Algunas también han dado un paso más allá, ofrecen nuevas lecturas y cinematográficamente resultan más efectivas que las obras del maestro. ¿Podía éste sorprendernos con La Tierra de los Muertos Vivientes?
Lo intenta. Tras unos excelentes títulos de crédito diseñados por Naomi Anderlini, que nos ponen rápidamente en situación, Romero desarrolla con cierta lógica lo planteado en la previa El Día de los Muertos. Si aquella terminaba con esperanza para los vivos, y con la insinuación de que los zombies eran capaces de pensar en algo más que la carne cruda, La Tierra… muestra la reorganización de la raza humana y el nacimiento de un líder natural entre los muertos.
Claro que el nuevo orden ideado por el pesimista Romero tiene más que ver con la Edad Media -¿el futuro?- que con el estado del bienestar: ciudades amuralladas, señores con mercenarios a su servicio, zonas residenciales de acceso limitado, y una gran masa de desheredados. Con semejante panorama empieza a ser difícil diferenciar a los vivos de los muertos, y más considerando que los caminantes aprenden a usar armas, derribar empalizadas y vadear fosos a las órdenes de un antiguo empleado de gasolinera que incluso parece sentir dolor ante la destrucción de sus congéneres.
Desgraciadamente, lo enunciado en los primeros minutos se agota por culpa de un guión poco imaginativo, que da demasiada importancia a una trama de intriga y traiciones entre un poderoso (interpretado por Dennis Hopper), dos de sus matones (Simon Baker y John Leguizamo) y una prostituta que pasaba por allí (la maravillosa, y siempre desaprovechada, Asia Argento). De manera que durante gran parte del metraje La Tierra… no es más que un subproducto de acción apocalíptica, con escasas pinceladas críticas y terroríficas, y con los muertos vivientes como meros invitados a pesar de su potencial recién descubierto.
Una realización desmayada y pobre remata el desengaño del espectador, que roza la irritación en escenas tan ridículas como aquella en la que haciendo guardia en una zona infestada de zombies uno de los personajes se pone a escuchar música con unos cascos. Digamos que La Tierra… supone respecto a la saga de los muertos vivientes lo que Más Allá de la Cúpula del Trueno respecto a los dos primeros capítulos de la serie Mad Max: una terrible desnaturalización signo de los tiempos, que no convencerá a los seguidores habituales ni atesora en sí misma una calidad mínima que le garantice nuevos adeptos.