En mi familia existe desde hace generaciones la costumbre de conservar prensa escrita que refleja acontecimientos históricos. Y uno, víctima de la cinefilia, gusta de leer en esos periódicos apergaminados y amarillentos no los estallidos de guerras y paces, ni los magnicidios o atentados, sino la cartelera.
Se sigue la pista de los cines aún abiertos y de los que han dejado su sitio a bingos y tiendas de ropa. Se fantasea sobre los horarios de aquellas sesiones continuas y programas dobles y triples. Y se comprueba con horror que de todas las películas exhibidas por ejemplo en Madrid hace solo cuarenta años, una o a lo sumo dos han pasado la criba del tiempo, mientras que de la gran mayoría no puede decirse ni siquiera si eran buenas o malas. Sencillamente se han vaporizado: Generación rebelde. Cartas boca arriba. Genoveva de Brabante. Una ráfaga de plomo. La mano en la trampa. ¡Cuánto cine insignificante, que en una tarde otoñal aburrió a una pareja en crisis y obligó a escribir una reseña a algún crítico cuyo nombre tampoco se recuerda!
Estas son las alegres reflexiones que despierta Trauma, un thriller psicológico de los que se estrenan dos cada viernes y duran una semana en cartel. Está dirigido por Marc Evans, autor también de la estimable La cámara secreta, y protagonizado por Colin Firth (La joven de la perla), Mena Suvari (American Beauty), Naomie Harris (28 días después) y Brenda Fricker (Mi pie izquierdo). Como puede apreciarse, nombres de cierto prestigio que no se sabe muy bien que pintan en el film.
Este comienza con el despertar de Ben (Firth), hasta entonces en coma después de un accidente de tráfico en el que murió su mujer. Intentando recomponer su vida, Ben se muda a una vivienda que acogió años atrás un hospital, pero su recuperación se ve enturbiada por la posible relación de su tragedia personal con el asesinato de una estrella de la canción.
Hay intrigas emocionantes gracias a los giros de la historia, como Las dos caras de la verdad. O puede que flojeen en cuanto al argumento, pero se vean redimidas por la realización –cualquiera de Hitchcock-. Y luego está el gran pelotón de las torpes, que confunden la intriga con la confusión y los golpes de efecto, y están facturadas a golpe de montaje. Trauma encabezaría el citado pelotón. En primer lugar, porque carece por completo de desarrollo dramático. Las aclaraciones en torno al misterio son enunciadas en conversaciones cada diez o quince minutos, y los intervalos son relleno de metraje con las pesadillas, las visiones y la conducta alucinada de Ben, que no dan al público la oportunidad de descubrir algo por sí mismo. Mucho antes del final uno comprende que es inútil incluso el devanarse los sesos para saber quién es el asesino, porque la arbitrariedad del guión es tal que en realidad ni siquiera se sabe si ha muerto alguien, si la mitad de los personajes existen, o si las criminales son las hormigas que se pasean por el apartamento del protagonista.
El aburrimiento, por consiguiente, es inevitable. Y no ayuda en nada el segundo factor, la realización de Evans, digna de una producción para televisión de pago. Fotografía en tonos azulados, atropellamiento de primeros y primerísimos planos, y abuso de monitores y cámaras de seguridad que siguen la acción sin aportar nada. Amaneramientos que intentan forzar algo de tensión y solo producen dolor de cabeza.
En cuanto al reparto, Colin Firth se pasa la hora y media con la misma sudadera, y Mena Suvari se ve obligada a frotarse contra ella. Poco más que destacar aparte el título, que recordará al espectador lo que ha tenido que sufrir durante los días que tarde Trauma en volver al limbo de donde nunca debiera haber salido.