Pocas veces, a la hora de dar vida a una secuela, se opta por la personalidad por encima de la rentabilidad, algo no exento de lógica cuando la decisión de ofrecer continuidad a una saga suele venir impuesta en el anverso y reverso de jugosos billetes.
Hay excepciones que han conseguido, con alternancia de buenos y diferenciados directores, dar invidualidad a cada una de las partes, haciendo menos cargante -por ejemplo- volver a atender por cuarta vez a las historias de la inagotable teniente Ripley.
Pero no es este el caso. Men in Black, una de las películas del año 97, regresa con la formula del eterno guiño al espectador fiel, con explotación de los filones encontrados -monstruitos, contrastes cósmicos e hilarante incoherencia visual- alimentados por nuevas técnicas para su perfeccionamiento. ¿Historia? ¿objetivos? Pues dando más de lo mismo, conseguir un tremendo espectáculo exhibicionista que no llega a saturar por lo corto del metraje -no llega a los 90 minutos- y por su desenfadado y poco pretencioso tratamiento. El absurdo es una constante en que apoyar la broma fácil y rentable, el contraste de los protagonistas, el de unos marcianos que se insertan fácilmente en una sociedad no mucho más rara que ellos, sirven para olvidarse de objetivos mayores. Y siempre obviando los sí conseguidos en el terreno visual: un videoclip de lujo para las canciones del "príncipe" protagonista.