Siempre me ha provocado una profunda repulsa los diálogos que acaban en cántico. No soporto el hecho de que una conversación normal, por culpa de un desequilibrado al que le da por cantar, acabe con el gentío de su alrededor comulgando con la tonteria, desembocando así en un alocado bailoteo chirigotero sin que nadie le ponga remedio.
En esta tragicomedia que es Moulin Rouge, esa sensación de espanto se acentúa en el primer tramo, donde la incomprensión y el vértigo son una invitación para abandonar la aventura y probar suerte con otra proyección. Pero si algo atrae -también desde el principio-, es una mágica puesta en escena, una fotografía de cuento de hadas que acaba por fusionar el cine de carne y hueso con las tiernas animaciones de Walt Disney.
De la misma forma, el planteamiento coincide en varios rasgos con este tipo de películas: desde la caricaturización de personajes -donde el malo malísimo tan pronto es patético como temible- hasta la manera de alternar sonrisas y lágrimas por ese universo fábuloso de grandes subidas y bajadas de ritmo.
Pero en medio de todo esto, lo que esta cinta nos va dibujando es una luctuosa historia de final anunciado, un amor imposible que vence aún en la tragedia y que consigue lucir entre las múltiples distracciones visuales. Con todo ello, configura una película tan particular como romántica, en que múltiples anacronismos -destacables en la temática de las canciones, donde desde Kiss a Madonna pasando por U2, todos tienen cabida- son tan bien recibidos como toda su pintoresca personalidad.
Y Nicole Kidman, de nuevo impresionante.