El cine de David Cronenberg es infeccioso. Transmite al espectador una enfermedad caracterizada por la extrañeza ante lo normal y lo aceptable y, en estadios avanzados, por la comprensión de nuestra verdadera naturaleza como seres vivos dominados por la carne y los instintos inconfesables.
Por supuesto, los primeros afectados son sus personajes, cuya salud suele quebrarse gracias a algún acontecimiento traumático que provoca su caída en el abismo de sus deseos. Hasta Inseparables (1988), Cronenberg planteaba esa aventura abisal a través de la corrupción y la mutación física, lo que no dejaba a los protagonistas muchas posibilidades de sobrevivir. A partir de aquel magnífico film interpretado por Jeremy Irons los síntomas siguen afectando a los cuerpos, pero son más agresivos con la mente. Más inquietantes, pues. Las figuras que pueblan El Almuerzo Desnudo (1991), M. Butterfly (1993), Crash (1996), eXistenZ (1999) y Spider (2002) logran alcanzar estados de conciencia que no chocan con la realidad. Sencillamente, la ignoran.
En la película que nos ocupa el virus transmisor de la verdad se denomina, como índica su título, violencia. Tom McKenna (Viggo Mortensen), un buen padre de familia asentado en la pequeña localidad de Millbrook, queda infectado la noche que dos hombres atracan el bar que regenta. Tom se deshace de los criminales de una manera expeditiva y sorprendente que le granjea la admiración de sus conocidos y la atención de los medios. Sin embargo, con la aparición de un mafioso de la costa este (Ed Harris) se desvelarán secretos en el pasado de Tom que amenazarán la estabilidad de toda su familia.
Una Historia de Violencia se basa en una novela gráfica de John Wagner y Vince Locke. Personalmente no creo que se trate de un gran cómic, ya que tiene el mismo problema que Camino a la Perdición: un dibujo discutible, y unas pretensiones dramáticas que suenan poco convincentes en un conjunto impulsado por escenas de acción y golpes de efecto. Y si la película de Sam Mendes con Tom Hanks no disimulaba los defectos argumentales del original de Max Allan Collins y Richard Piers Rayner a pesar de su aire de calidad forzada, otro tanto puede decirse a propósito del trabajo de Cronenberg.
Una extraña rigidez coarta Una Historia de Violencia, como si su director no creyese en lo que cuenta o buscase trascenderlo demorando el ritmo y agarrotando las interpretaciones de los actores (sólo Ed Harris esquiva el corsé). Aunque el fuerte de Cronenberg nunca ha sido la creatividad como realizador, siempre había logrado investir a sus films de una atmósfera íntima y abstracta que enganchaba. En esta ocasión casi no sucede, con lo que queda en evidencia la debilidad de la historia, que pasa de lo intrigante a lo inverosímil y, en los últimos minutos y en parte por culpa de un pésimo William Hurt, roza lo ridículo.
Las secuencias violentas sí están magníficamente resueltas, así como planos muy concretos –el tiroteo visto y oído a través de un ventanal sucio y del zumbido de unas moscas, la espalda magullada de Edie, la hija de Tom colocando al final los cubiertos de su padre al revés-, porque transmiten las intenciones de Cronenberg, el retrato de un grupo humano degradado en contacto con una brutalidad por otra parte liberadora de complejos e hipocresías.
De manera que nos hallamos ante una propuesta muy atractiva por lo que puede leerse entre las líneas de una anécdota progresivamente absurda. Quizá sea ésta la razón de que Una Historia de Violencia haya concitado el apoyo de los críticos y la irritación del público, al menos en Estados Unidos. Al primer grupo le han bastado las pretensiones. Al segundo no. El abajo firmante nada entre dos aguas.