Un poblado perdido, una casa lindando con un altísimo acantilado, y un mar que inexorablemente esconde un mundo paralelo entre sus olas.
A la vista de la extrema e insana sobredosis de suspense semanal por la vía de la cartelera, de que evidenciado que su rentabilidad económica es tal que un porcentaje importante de estrenos se dirigen a materializar en celuloide oscuras pesadillas, la mediocridad es casi una aspiración y evitar lo que técnicamente conocen los estudiosos del cine como “bodrio”, la simplificación extrema y la rudeza que busca sacar del filón, es ya algo ganado de lo que sentirse orgulloso.
Si por el camino de la clonación sistemática, consistente en ahorrar en esfuerzos creativos, en interpretar las posibilidades y potencial de nuevas ideas y buscar sencillamente en lo que ya ha funcionado, una cinta es capaz de salir bien librada, tampoco se trata aquí de ajusticiar caprichosamente a quienes entre tanto abuso salieron con algo de dignidad.
The Dark cuenta con un director de experiencia totalmente televisiva, un guionista en su segundo trabajo, y la lejana inspiración en un libro. Si estos rasgos tuvieran que pasar por los pronósticos de cualquier sufrido espectador aficionado a estas estadísticas, el augurio no podría ser más oscuro, dando otro sentido a su título. No obstante, desde el inicio hay algo atmosférico intrigante, herencia de conceptos no demasiado lejanos y que recuerdan a la agotadora referencia de The Ring, pero traídos con inquietante artesanalidad a un contexto propio y personal. De viaje a Gales, Adèle (Maria Bello) visita la nueva casa de su exmarido James (Sean Bean, conocido mundialmente por su papel de Boromir en El Señor de Los Anillos) para que su hija pase un tiempo con su padre, y allí muy pronto las cosas empiezan a parecer extrañas. Y empiezan a parecerlo porque pronto hay una inserción onírica que es algo más que el simple susto traidor –que lo es– y que lo es en parte por el protagonismo que cobra su personaje más arrollador: el escenario. Un poblado perdido, una casa lindando con un altísimo acantilado, y un mar que inexorablemente esconde un mundo paralelo entre sus olas. Lejos de dibujarse el escenario en el goticismo o la oscuridad, su tono campestre se hace mucho más próximo, su ficción más creíble.
Es cierto que a la hora de desplegar sus técnicas de suspense se ciñe a la simplicidad más cotidiana tantas veces descrita: primer plano, amago de susto, susto y volver a empezar, todo acompañado inevitablemente por la banda sonora al uso que deben compartir todos los técnicos de sonido de este tipo de producciones. Pero la historia del pueblo y ese marcado perfil del precipicio, lo que este esconde y el reto que impone a sus protagonistas (particularmente a su madre), tienen buena culpa del desasosiego que se crea por momentos, y que sabe crecer en el tramo final al margen de que ahí se palpe el deseo de reproducir técnicas que han funcionado en otras ocasiones. Desenlazando entre golpes de confusión, la angustia va tomando finalmente el pulso frente al sobresalto, permitiendo que esta sí sea una de las películas que uno puede recordar con comezón a la hora de cerrar los ojos y buscar descanso en lo que podrían ser traicioneros sueños.