¿A quién va dirigido el cine de los hermanos Luc y Jean-Pierre Dardenne? Sus obras radicales y a contracorriente son auspiciadas por los poderes públicos, y como retratos naturalistas de personajes desarraigados son pasto paradójico de festivales elitistas y público de versión original subtitulada. Dudo mucho que sus destinatarios naturales, aquellos que podrían leerse en sus imágenes, reconocerse en ellas como personas y encontrar comprensión y alivio para su condición, hayan abarrotado las salas donde se estrenaron La Promesa (1996), Rosetta (1999) o El Hijo (2002). Más bien me los imagino recreando exteriormente sus personalidades ciegas y desestructuradas mediante la quema de vehículos, institutos y comercios. Ahora que caigo, ¿no es eso justo lo que están haciendo?
Así pues, ¿qué buscan los Dardenne? En El niño nos presentan a Bruno (Jéremie Renier), un joven marginal y desaprensivo que acaba de tener un hijo con Sonia (Déborah François). Ella presiona a su pareja para que se responsabilice de la situación. Pero Bruno es incapaz, no tiene apoyos familiares ni trabajo, y sobrevive día a día a base de hurtos y trapicheos. Los directores belgas, fieles a su estilo habitual, quizás algo más flexibles que en otras ocasiones, parece que se limitasen a seguir a Bruno y Sonia, y en este aspecto la película es magnífica. La narración, despojada de cualquier artificio fotográfico, musical o de montaje, hace que nos olvidemos de que estamos viendo una ficción. El aliento de la realidad objetiva impregna cada plano.
Sin embargo, esa pericia técnica no expresa ni comunica nada durante la mayor parte del metraje, más allá de la desolación de unas vidas carentes de todo sentido. Algo que no puede por menos que inquietar a quienes, desde nuestras cómodas butacas, creemos en el mensaje oficial del progreso, la igualdad y el derecho a la felicidad. ¿Será ese el sentido de El niño? ¿Barrenar los cimientos ideológicos de modernos y burgueses?
No hay que preocuparse. Son los propios Dardenne, en el fondo también unos apoltronados en el sistema, quienes traicionan sus ambiguos postulados al optar en los últimos minutos de la película por convenciones genéricas como el suspense, la redención heroica y el melodrama, violando toda lógica en lo que se refiere a las actitudes del protagonista y apelando descaradamente a las emociones del espectador. De esta manera, como quien atisba el infierno al sostener la mirada de un mendigo y salva su alma con un euro, durante la mayor parte de El niño sufrimos el caos y la nada, pero para ser recompensados al final con la posibilidad de compadecer a los protagonistas y creer que ese sentimiento nos acerca a ellos. Purificados, ya podemos comentar la película frente a unas tapitas. Si es que Bruno no ha quemado el local.