Detrás de este sobrio y contenido mosaico de personajes en busca de un lugar donde su existencia sea más llevadera, Malas temporadas esconde una sensibilidad de lo más cercana. Ya hizo gala de ello el director Manuel Martín Cuenca en su anterior película La flaqueza del bolchevique, con el consiguiente reconocimiento a su labor detrás de las cámaras.
La historia surgida de la pluma del propio director junto con la de Alejandro Hernández es algo más coral que su predecesora, puesto que abarca numerosos caminos en los que se encuentran un ex jugador de ajedrez (espléndido Javier Cámara) que intenta reiniciar su vida tras su salida de la cárcel, una trabajadora social (Nathalie Poza) cuyo hijo decide reculuirse en su habitación, una paralítica hastiada de la vida (Leonor Watling)... y así hasta completar un delicado entramado donde la elección de un tono intimista le va como anillo al dedo. Esto unido a la profesionalidad de todo el elenco -más allá de Cámara, uno de los mejores actores que ha dado últimamente nuestro país, y Nathalie Poza que huele a nominación, pasa por la pantalla un reparto de excelente nivel- hace posible el equilibrio perfecto que este drama melancólico requería. La exploración a la que se ven sometidos los personajes aumenta la insatisfacción de unas vidas desesperadas e incompletas que se aferran al pasado o huyen de la realidad de diferentes formas.
Esta producción sigue la estela de un cine “a flor de piel”, muy en la línea de Otros días vendrán o La vida secreta de las palabras, ligado a la preocupación por parte de nuevos directores de mostrar lo que verdaderamente importa, una apuesta por los sentimientos a pesar del riesgo que esto supone. Martín Cuenca se tira así a la piscina dejándonos un agradable sabor de boca al término del metraje, haciéndose evidente con la sabia elección de un tempo narrativo que ayuda a mantener cierta inquietud ante lo que el futuro les depara a cada uno de ellos. Con una puesta en escena que hace alarde de un discurso muy próximo a la realidad, esta se agradece en todo momento, aunque se echa en falta alguna aclaración en el caso del personaje interpretado por Leonor Watling.
En conclusión una amarga aunque esperanzada reflexión creada a partir de miradas pendientes del universo de la gente corriente, que se decanta por el uso de unos silencios que evocan mucho más que los diálogos, y que no defrauda a los que teníamos puesta toda la confianza en un director que empieza a despuntar con historias que valen la pena ser llevadas al cine para hacernos pensar, un rato al menos.