Iniciada como una serie de relatos bajo el nombre The Parish Boy’s Progress y para ser publicados en una revista mensual, Dickens pretendía relatar con la historia de Oliver Twist cómo era la vida de un chico de parroquia en los años posteriores a la aprobación de la Poor Law Act. De la tramitación de esta ley fue testigo privilegiado cuando realizaba sus funciones de reportero parlamentario, y le influyó de tal forma que no dejó de atacarla a ella y a sus consecuencias a lo largo de toda su vida literaria.
Una de las consecuencias que esta imponía, era que la gente sin medios fuese puesta a cargo de parroquias en las que realizaban trabajos miserables para hacerse con un sustento y dejar de vagar por las calles. Y de esta manera comienza la andadura de Oliver, vista ahora por los ojos de Roman Polanski.
El controvertido realizador, tras conmocionar a medio mundo con la gesta de El Pianista con que finalmente afrontaba los fantasmas nazi de su pasado, se había propuesto realizar una película en un registro totalmente diferente para quitarse el amargo sabor de boca. Con el objetivo de llegar a un público joven, él y sus compañeros de producción se dispusieron a buscar el relato idóneo para una adaptación que le inspirara lo suficiente. Con sólo una versión del año 48 y un musical posterior, a sugerencia de su mujer Polanski tuvo clara cuál iba a ser la base con la que podría llegar de igual forma a niños y adultos. Acostumbrado a dormirse cuando acompaña a sus hijos al cine, cuando no a aburrirse soberanamente, quería lograr que diferentes generaciones pudieran sentirse igualmente satisfechas con la adaptación.
Del resultado de Oliver Twist, uno puede constatar que como director su talento sigue siendo incuestionable, y que sigue igual de bien acompañado que lo estaba con El Pianista. Con aquella repiten en su bando desde productores a diseñadores de producción, pasando por técnico de fotografía, responsable de vestuario y guionista. Inmersos todos en una detallada labor de documentación para hacer la visión de Londres lo más fiel posible a la realidad (incluyendo nombres de comercios todavía vigentes en su fidedigno mapeado), el resultado visual es tan próximo y acabado que casi pueden olerse las calles de la ciudad que se exhibe frente a nosotros. Después, la presentación de miserias, diferencias de clases y una paródicamente exagerada muestra del absurdo humano –y una bastante nítida de su crueldad– dan vida al entorno en el que se mueve Oliver, y en el que lo hace sin descanso con el fin de dar la mayor agilidad posible a su azaroso destino. No obstante, y lo que no parece del todo claro, es que esta visión, por más que documentada y fiel al relato, cumpla con su función a la hora de llegar a generaciones más acostumbradas a estímulos visuales coloristas y humor evidente. Con la factura técnica de lo que se convierte instantáneamente en un clásico fruto de todo el esmero posible para elevarlo a esa categoría, es fácil que algunos se pierdan en sus dos horas hastiados de tanta desdicha elogiosamente bien llevada para sufrimiento del pobre protagonista. Posiblemente porque la mente de Polaski sigue demasiado marcada por el tormento, su forma de entender qué puede llegar al público infantil en periodo navideño no es la misma que la de Pixar, y a pesar de haber logrado dar la respuesta del cine al libro de Dickens a la que se asociará para siempre, quizá no haya cumplido con uno de sus objetivos iniciales. Aunque seguro que nadie esperaba con él una de Walt Disney.