A todo el repertorio de tópicos del periodo navideño, que el cine se ha preocupado de rentabilizar empaquetándolos en celuloide anualmente, le acompaña una vía menor que pretende dar su propio producto a quienes se agotaron de tanta felicidad obligada y quisieron sentirse iconoclastas en la sala de proyección. La problemática Bad Santa, estrenada finalmente el año pasado y apoyada en los Cohen, llevaba el caso a su límite máximo con un humor crudo, negro y afilado que nos hacía atender a un Santa Claus de centro comercial alcohólico, rodeado de prostitutas y adicto al dinero fácil. Ahora, sin llegar a ese nivel pero contando con su protagonista en el reparto (Billy Bob Thornton) nos encontramos de nuevo con la navidad como un añadido al decorado, un instrumento más para apoyar el cinismo de sus personajes. Scott Phillips la utiliza en el libro que da origen a la cinta para apoyar más la atmósfera de la larga noche a la que atenderemos, y ahora se adapta guionizada por Richard Russo (premio Pulitzer a su novela Empire Falls) y Robert Benton (Oscar al guión y a la dirección por Kramer contra Kramer y Oscar al guión por En un lugar del corazón). Todo parece indicar que la sesión cáustica será gratificante.
Pero es que además a la dirección nos encontramos con Harold Ramis. El que fuera conocido en los 80 por poner cara a uno de los cazafantasmas, siempre en segundo plano respecto a sus amigos Bill Murray y Dan Aykroyd, es venerado por muchos críticos de cine por una filmografía que, con sus altibajos, tiene obras verdaderamente importantes. Alguna de ellas, de la grandeza intemporal (nunca mejor dicho) de Atrapado en el tiempo, calificada como una de las mejores películas de los 90 y alabada reiteradamente en esta y otras revistas. Pero incluso teniéndole un especial afecto, uno nunca ha sabido muy bien dónde situarle. Con cosas como El club de los Chalados o Las vacaciones de una chiflada familia americana, productos superficiales y de comicidad simple anclados a su época -y que hoy provocan un cierto sonrojo-, también tiene el éxito de Una terapia peligrosa (y su mecánica e impersonal continuación), la amena Mis dobles mi mujer y yo, y la nuevamente epidérmica Al Diablo con el diablo. Entre tanto contraste entre cine rancio y personalidad atípica, es difícil calificarlo con seguridad, pero puede que con esta, su tentativa más sombría, haya quedado finalmente en entredicho y sea difícil tratarlo de la misma forma en el futuro.
El tono oscuro y el humor unas veces macabro otras absurdo que tantas veces se intenta en La cosecha de hielo, nunca consigue calentar al espectador. La sucesión de avatares nunca encuentra el ritmo y su repertorio de actores de primer nivel (encabezados por John Cusack y el mentado Billy Bob) resultan convincentes al lanzar su mensaje, pero este no cala. La irrelevancia de sus desdichas, la impermeable sucesión de acontecimientos, recuerda a un producto tan anodino como Seven Times Lucky y que al igual que esta pasó sin pena ni gloria. Parece que a la hora de dar apatía a los personajes, todos en su realización acaban contagiados y el espectador no es la excepción por lo que le termina importando bien poco lo que suceda por sangriento que sea.
Pero si llamativo es el cambio de estilo de Ramis, que de alegre y casi siempre familiar aquí pasa a adulto, áspero y firme a la hora de filmar locales de strip-tease y desnudos integrales, hay algo más llamativo y que resulta definitivo en su contra. Apenas superada la introducción, por la parte superior de la pantalla empiezan a colarse temblorosos micrófonos en interiores acompañando a los actores y revolviendo los estómagos de los puristas. Y no una, ni dos, ni tres veces. Se puede perder la cuenta con rapidez, con desidia incluso acostumbrarse, pero lo cierto es que con varios centenares de películas vistas, habiendo asistido a varios festivales de cine en que siempre se cuelan proyectos experimentales, quien os escribe nunca ha tenido ocasión de contemplar tan gran cantidad de micrófonos indecorosos a lo largo de todo un metraje, y menos en una producción de este nivel. Sólo por eso, su director merecería pasar un tiempo alejado de las cámaras para reflexionar sobre los pecados cometidos. Cuando se falla en lo básico, difícilmente se acierta en el resto. Y esta no es la excepción.