Sorprendentemente, en Vete y Vive encontramos emociones universales y un uso creativo del cine. Y escribo sorprendentemente porque si en el ámbito de lo comercial uno ya no puede encontrar sino imágenes desligadas de cualquier intención emocional o reflexiva, en el caso de las obras de realizadores comprometidos con la realidad hay desde hace tiempo más de sermón autocomplaciente que de arte.
Por su tema, la segunda película estrenada en España de Radu Mihaileanu (El Tren de la Vida) se prestaba a ello: Ambientada en 1984, cuenta la odisea de Schlomo, un niño que debe ocultar su condición de cristiano para poder sumarse a la Operación Moisés, promovida por Israel y Estados Unidos con el fin de evacuar de Etiopía a los nativos judíos (falasha), una vez reconocida su adscripción a la raza elegida.
Schlomo ha de abandonar a su madre y salir a hurtadillas de un país sometido a un gobierno prosoviético. Llega junto a miles de refugiados y tras duras penalidades a Sudán, que aceptó a estos etíopes mientras no hicieran gala de su condición judía –pues allí rigen las leyes musulmanas-. Y cuando finalmente es acogido en Israel por una familia liberal, se producen todo tipo de equívocos en torno a su presunto credo religioso y el color de su piel.
Por supuesto, Vete y Vive aboga por lo didáctico y lo ilustrativo, lo que dispara su duración hasta las dos horas y media; por la concordia entre los seres humanos no importa su raza o religión, idea expresada en escenas discursivas y un tanto burdas; y por un tono humorístico y emotivo que deja claro lo sensibles que son el autor y sus potenciales espectadores. Pero Mihaileanu aprovecha además la ocasión, y esto salva a la película de caer en el ghetto de los ciclos de cine organizados por juntas de distrito y colectivos alternativos, de ofrecer otra visión más instintiva y épica de los hechos.
Porque las desventuras del pequeño Schlomo llevan implícitas una serie de consideraciones muy interesantes sobre el concepto de identidad, la calidad de nuestro apego hacia el otro y la importancia del vínculo maternal, resaltadas visualmente por la atención al detalle, la piel y los rostros. Y el tono documental se quiebra cuando es necesario mediante las posibilidades del formato panorámico, los contrastes fotográficos, y una música lírica y compleja.
Gracias a ello sufrimos con el protagonista de Vete y Vive y comprendemos íntimamente lo que ha de pasar hasta congraciarse con su verdadera naturaleza y establecer una relación armoniosa con los demás. Un problema esencial que no entiende de épocas ni nacionalidades.