Si unimos los conceptos de familia, presentación de pareja y exaltación de las peculiaridades de una o ambas partes, seguro que al lector le vendrán a la cabeza los desatinos constantes de Ben Stiller ante el rostro severo de Robert De Niro, y el alargamiento de sus torturas en su secuela Los padres de él. Como sujeto potenciamente humillable, Stiller tiene casi una marca registrable y lo que a sus personajes no les suceda en los peores momentos y más comprometidos (cuyo génesis se sitúa en el baño de la adorable Mary de los Farrelly) no podría sucederle a nadie más.
No obstante, si lejos de su carácter abierto y cercano dibujamos un personaje rancio, pulcro hasta el agotamiento y de naturaleza puntillosa, y lo contrastamos con una familia receptiva y hogareña, el resultado puede ser fructífero y relativamente novedoso en función de cómo se materialicen los personajes.
La neoyorquina-sexual Sarah Jessica Parker viene como anillo al dedo a la hora de dar vida a una mujer tan repelente como incomprendida. Su importancia dentro de un casting perfectamente ajustado, da para una unión perfecta a la hora de provocar el choque. La comicidad de sus singularidades la asemejan a una suerte de neurótico como el que interpretaba Jack Nicholson en Mejor imposible, pero desprovista de la declarada patología de este. Por momentos resulta insoportable, en otros logra despertar compasión.
En el resto de la familia, el muestrario de caracteres da para componer distintos encuentros que enriquecen la mezcla, con el común rasgo en todos ellos de preguntarse antes o después qué extraño vínculo podría unir a alguien con ese ser intratable. La llegada de la hermana de la invitada para darle apoyo, enrarecerá todavía más la combinación al presentar a la mujer a la que todos habrían querido recibir.
Este argumento, de esquema relativamente básico y funcional, tiene en su desarrollo altas cotas de previsibilidad. Desprovista de su capacidad de sorpresa, sí es efectiva a la hora de buscar un humor cuyos altibajos parecen graduados de antemano, dispuestos para poder insertar incluso un componente dramático sin un giro brusco ni chirriante, sin poner tanto empeño en la lágrima como el que se pone en la sonrisa. Su director y guionista, Thomas Besucha, en la que es su segunda película tras Big Eden (2000), cumple con los mandatos básicos e incluso se permite añadidos con que puntuar extra. Cuando la cinta apunta a clímax, el ritmo puede con él y saca lo justo de los filones. Pero en comparación con los excesos alcanzados en el mencionado reencuentro entre Stiller y Deniro, esta se antoja una opción más equilibrada e incluso elegante, con un poso clásico que vive, una vez más, de lo apropiado de su casting. Aún así, seguro que los hay que prefieren opciones más chirriantes, forzadas y de escatología intermitente. A esperar a Stiller entonces.