Marshall hace de la vida de una geisha en el periodo 1929-1950 un culebrón interminable
Existen parecidos razonables entre Memorias de una Geisha, última película de Rob Marshall (Chicago), y La Linterna Roja (1991), obra maestra de Zhang Yimou. Ambas producciones muestran al espectador la sumisión que ha sufrido tradicionalmente la mujer oriental en manos del hombre, y detallan tanto su funcionamiento como su paradójica y cruel incidencia en las relaciones femeninas. Sin embargo, mientras Yimou optaba por el realismo contemplativo y una estética coherente, y por ello su retrato de un señor feudal y sus cuatro esposas respiraba verdad y belleza, Marshall hace de la vida de una geisha en el periodo 1929-1950 un culebrón interminable.
Es el resultado de un cine facturado de cara a los telespectadores de sobremesa y a los Oscar. Más pendiente del vestuario y la iluminación que de otorgar sentido profundo a lo que cuenta. Y tan falso y timorato en su desarrollo dramático que debería llevar la etiqueta “no recomendado para mayores de siete años”. Desde luego el original literario de Arthur Golden no permitía concebir muchas esperanzas; pero al haber pasado años desde que se publicó, cabía pensar que el retraso en su adaptación respondía al propósito de profundizar, de complicar, de bucear en la novela y no limitarse a ilustrarla perpetuando su espíritu de Oriente en El Corte Inglés.
Craso error. Desde los primeros minutos, que narran cómo dos hermanas son vendidas por su padre a una casa de geishas, se apuesta por la lágrima fácil, lo decorativo y el exotismo de suplemento dominical. Las sucesivas desventuras de Chiyo (Zhang Ziyi) como sirvienta a las órdenes de la tiránica y caprichosa Hatsumono (Gong Li), como aprendiz de geisha bajo la protección de Mameha (Michelle Yeoh), y como aspirante al amor del Presidente (Ken Watanabe) son enfocadas como etapas de una fábula, un cuento de hadas. No hay lugar para la crudeza ni la fealdad –es decir, para lo auténtico- en lo que respecta a la formación de Chiyo como geisha, ni en sus obligaciones como tal; y los amores y los odios tienen el espesor psicológico de los que pueblan cualquier telenovela.
Aun así, de haber jugado Marshall visualmente la baza del melodrama, Memorias de una Geisha podría haberse convertido en una cumbre del género, dado el tono de la historia. En cambio la realización peca de plana y funcional, y carece de recursos para justificar la simpleza argumental o para hacer interesantes las dos horas y media de metraje, que pesan en las posaderas del espectador como los vendajes en los pies de las geishas.
Destacar la profesionalidad del reparto o la calidad de la fotografía (Dion Beebe) y la banda sonora (John Williams), es casi hundir más el dedo en la llaga, puesto que están al servicio de la nada más absoluta. Memorias de una Geisha decorará las veladas de un público predispuesto, logrará nominaciones a estatuillas de toda forma y color, y se autodestruirá en unas semanas sin dejar huellas perceptibles en la memoria de nadie.