Aparte de las pretensiones “sociales” que Spielberg pueda tener en Munich, su propuesta tiene sin duda el agradecido acierto comercial.
El infierno vivido en la delegación israelí de los juegos olímpicos de Munich del 72, se considera un momento clave en el terrorismo internacional por cómo se hizo con toda la expectación del mundo dando formato televisivo a los atentados palestinos. De esta forma quedaba como una afrenta pública más al mundo judío, en el seno de los que se venían denominado “Juegos de la paz y la alegría” y en Munich, capital de su genocidio y que pocos días después retomaría sus competiciones deportivas manchadas con su sangre.
A partir de ahí, algunos consideran que se cambió la forma de encarar el conflicto, terminando por un lado con parte de la comprensión otorgada a la causa, en tanto que desde ella se interpretaba que cuanto mayor relevancia, más atención con que fortalecer su ira.
Steven Spielberg, judío nacido en Cincinatti, con una carrera asentada en los pilares de la ficción moderna, del entretenimiento de calidad, vuelve a la carga con el cine comprometido. Anteriormente y con esa intención, aparte de la mácula tediosa de Amistad, La Lista de Schindler que iba a dirigir Roman Polansky (pero que apartó hasta hacerse cargo de El Pianista) le dio ocasión de retratar el sufrimiento judío si bien desde la perspectiva del genocidio nazi.
Entonces el discurso se enmarcaba en un contexto ideológico rotundo, con una división clara entre el bien y el mal en cierto sentido más cómoda de asimilar. Los nazis eran los ‘malos’ sin matices, los equivocados sin posible interpretación. Los judíos las víctimas de la mayor catástrofe del siglo XX. Schindler entre tanto, una figura que se movía en el filo para imponer un poco de humanidad y cordura en una pose llamativa y cinematográfica.
Pero mientras la simbología y acciones nazi merecían una reprobación unánime, la compleja búsqueda de un territorio para el pueblo de Israel está repleta de complicadas decisiones políticas esparcidas desde el pasado siglo, de trincheras ideológicas y de largas ramificaciones en un conflicto al que cada día que pasa se le añade un motivo para su alargamiento.
Aparte de las pretensiones “sociales” que Spielberg pueda tener en Munich, su propuesta tiene sin duda el agradecido acierto comercial. En plena guerra terrorista, con la banda armada Hamas como primera fuerza política de Palestina por primera vez coincidiendo con su estreno en Europa, y con el constante murmullo de opiniones acerca de quién debe retirarse de la zona -y qué muertes son más comprensibles- la taquilla es la única que respira tranquila.
El que posiblemente es el mayor acierto junto al ágil tratamiento del tiempo es encontrar durante varios tramos un lugar que sentirse a distancia de los extremos. El protagonismo lo centra en un grupo de vengadores que se desenvuelven en la filosofía más clásica del cine de acción de cumplimiento de misiones, pero que funcionan claramente como un grupo de asesinos. Mientras las inserciones a cortes del atentado que les impulsa afilan el argumento, estos emplean métodos y operaciones propios de una banda terrorista. Identificarse con ellos por los objetivos que defienden, supone identificarse con un terrorismo cualquiera por sus propios motivos.
No se trata de complicarse buscando semejanzas y diferencias entre terrorismo y terrorismo de estado, simplemente el grupo del Mosad que lidera Avner (Eric Bana) actúa con consciencia de lo que hace por más que humanizado por los ecos de Munich y por su progresivo deterioro.