La propia emoción debe extraerse de las verdades de sus palabras y de los riesgos que estas conllevan al ser pronunciadas.
La caza de brujas de McCarthy es a estas alturas un tema lo suficientemente manido y explotado como para pretender sacar algo más de él. Su unión con el cine es además particularmente estrecha, a tenor de la larga lista de figuras que se vieron salpicadas por una quema en que su fama ayudaba ampliando la repercusión de la siniestra causa del senador, de ahí que haya sido retratada varias veces en la gran pantalla.
No obstante, a George Clooney cabe suponerle una cierta inteligencia después de todo, los aciertos a la hora de consolidar su filmografía se van reafirmando en los últimos años con la elección de sus papeles, y lo mismo parece estar haciendo fuera de cámara, tras estrenarse como director apoyado por un texto de Charlie Kaufman en Confesiones de una mente peligrosa.
Ahora decide rendir culto a un héroe personal y familiar enfocando a Edward R. Murrow, un personaje por el que siente particular debilidad por su vinculación con el periodismo por vía paterna (su padre ejerció de presentador durante 30 años), y por el punto de inflexión que aquél tuvo tanto en la prensa televisiva como en la lucha norteamericana por zafarse de alguno de sus más recurrentes demonios. Así, mientras McCarthy es una de las caras más emblemáticas del poder en nombre del miedo, del envenenamiento de la libertad cínica, Edward es la imagen del compromiso íntegro, la voz de una conciencia colectiva que no se arruga y se entrega a sus convicciones.
Si el enfrentamiento que llevan a cabo ambos en Buenas noches, y buena suerte (popular coletilla con la que el presentador terminaba sus programas) hubiese sido dirigida por un realizador de la escuela de Ron Howard (Una mente maravillosa, o la venidera El codigo da Vinci), el resultado habría sido diametralmente opuesto. Y ni que decir tiene que menos honesto. La forma de presentar el relato de los hechos es aquí cortante y seca, justa y casi austera. Entroncando con el género documental en cuanto a lo que este tiene de riguroso (y no en su moderna concepción de subrayado de un mensaje moral de antemano entendido como cierto), el ojo de Clooney nos lleva a las tripas de la CBS, nos expone los hechos sin edulcorantes y sin ellos refleja las dudas e inquietudes de los retratados y la complejidad de la sus decisiones.
Deja así el peso en manos de discursos realmente pronunciados, y sin una banda sonora que acompañe a movimientos de cámara tratando de robar algo de magia extra al momento, no hay una guía que marque cuándo ha de latirnos el corazón o apreciar las virtudes de sus protagonistas: la propia emoción debe extraerse de las verdades de sus palabras y de los riesgos que estas conllevan al ser pronunciadas. Si el espectador se abandona a que los elementos le conmuevan, no llegará a intuir qué es lo que se disputan, bajo que reglas, y cómo esa partida está condenada a repetirse sin descanso demandando nuevos defensores.
Acompañando a las posibles analogías con la actualidad en los manejos del poder político, los engranajes de la prensa recalcan las presiones de una lucha contra las audiencias y los sponsors con una conclusión pesimista. La narración de los hechos en la cinta se precede y sigue por un discurso de un Murrow que encarnado magistralmente por David Strathaim es igual de certero que cuando apuntaba a McCarthy. En esa alocución recuerda la debilidad creciente a la hora de seguir sus pasos en un camino autocomplaciente que condena a una derrota frente a un poder ciego y descontrolado, y sin una vocación mayor que la del entretenimiento plano, una batalla vital quedaría entregada. En tal caso, recuerdos como el de esta cinta sólo servirían para sacar brillo a medallas antiguas.