Parte de un tipo de cine al que no molesta si no acompaña el rugido de un público hormonalmente inestable.
De los grandes e inescrutables misterios que siguen desconcertando al hombre con el paso de los años, podemos encontrarnos cuestiones tan inalcanzables como el acantilado de Kuipper, la naturaleza de la materia oscura, o la verdadera eficacia de la fusión fría. Entre todos ellos, destaca de forma especial la extraña e incomprensible situación del amigo recluído a tal naturaleza por las garras caprichosas de su pretendida amiga del alma. ¿Qué inocente error le condujo a ese purgatorio? ¿qué lleva a uno y a otro a creer que lo que sustenta su relación es una amistad incorruptible y no un poder sexual latente e irritante?
Unamos a esta cuestión a uno de los argumentos más clásicos del cine adolescente, el del acomplejado perdedor de instituto que o bien en la fiesta de graduación o bien con el devenir de los años se volvió la quintaesencia de todo aquello que quiso ser, y jalonándolo por una acumulación de intentos forzados de arrancar una sonrisa a cualquier precio tendremos ante nosotros a Solo amigos.
Dirigida por un habitual de los rodajes de ese sector de la industria que apunta a la inmadurez acnéica (Roger Kumble, autor de Crueles intenciones en sus dos entregas, que no bastó con una), el argumento principal y sus ramificaciones son sobradamente insulsos, cargantes, y destinados únicamente a servir ocasiones para que quién venga con las risas instaladas de serie, sepa dónde soltarlas. Parte de un tipo de cine al que no molesta si no acompaña el rugido de un público hormonalmente inestable, el crujir de las palomitas o la succión de refresco aguado, a esta superficial prospección de las amistades de consolación había que pedirle algún que otro momento gracioso, y lo ofrece de forma irregular y desdeñosa como resultado de su acumulación cargante. Mezclando una estructura confusa y desorientada con el deseo o necesidad de seguir una evolución clásica (o sea, manida) de forma torpe, la irrelevancia del producto crece por momentos y lo hace con una cierta pose de orgullo. La parodia a la cantante de éxito es más triste por real que graciosa por exagerada. La relación entre el reconvertido hombre de éxito y su frustración infantil, una costante muestra de incoherencia poco creativa a la que acompaña una acumulación de golpes y tropiezos inagotables que deja un recuerdo emborronado atajo para el olvido instantáneo.
Cuando toca la hora que marca el crono de apuntar al desenlace y el espectador ya no atiende a qué nuevo intento de gracia roza lo vergonzoso y cuál obtiene algo de la generosidad voluntariosa, ni a él ni al guionista, ni al director, ni al responsable de catering ni a nadie de los que pasaban por allí les importaba por qué todo iba a acabar como estaba establecido de antemano, si no que lo hiciera con celeridad y siguiendo el ambiente de una banda sonora que no es sino un conjunto de ecos de las comedias románticas de sobremesa de fin de semana. En ese momento el más reflexivo de los que pueblan las butacas se estará preguntando cosas más trascendentes, como las posibilidades reales de que en el futuro un maquillaje basado en engordamiento de silicona dé un buen acabado al actor que lo recubre, en cuántas chicas tendrían que exhibir sus carnes en una adaptación española, y si el hecho extraño y cuestionable de ver este tipo de películas desgrava.