Syriana deja desnudo al emperador, cuestiona la validez de nuestras bases éticas y económicas, y plantea interrogantes tenebrosos
Si en su guión para Traffic (2000) Stephen Gaghan aspiraba a reflejar el complejo universo de la distribución y el consumo de la droga, certificando de paso la inutilidad y las incoherencias de la lucha contra el fenómeno, en Syriana se atreve a más: la pretensión de esta película, que también dirige, es la de describir el juego de poderes establecido alrededor de la producción de petróleo en Oriente Medio. Y sus conclusiones son demoledoras.
Esta ambición no se manifiesta en forma de panfleto didáctico o documental. Gaghan presta a la historia la estructura de uno de esos best-sellers en los que cada capítulo concierne a un personaje y un escenario, y en los que va creciendo la tensión hasta alcanzar un final que liga todas las acciones y les otorga un sentido global: Bob Barnes (George Clooney) es un agente de la CIA a quien se encarga la eliminación de un príncipe árabe. Bennett Holiday (Jeffrey Wright) trabaja para el departamento de justicia norteamericano y busca irregularidades en la fusión de dos compañías petroleras. Arash (Kayvan Novak) es despedido de su trabajo en una refinería debido precisamente a esa fusión y se ve atraído hacia el terrorismo integrista. Bryan Woodman (Matt Damon) busca oportunidades de negocio en la región...
En el reparto encontramos además a Chris Cooper, Amanda Peet, Tim Blake Nelson o Christopher Plummer. Todos ellos encarnan con aplomo a los numerosos peones que Gaghan dispone en el tablero internacional, y cuyos movimientos sirven para revelar cómo Estados Unidos intenta controlar un recurso natural de inmenso poder estratégico, sin importar las consecuencias que ello pueda acarrear a las sociedades árabes o incluso a las instituciones del mundo desarrollado. Syriana, término creado por los norteamericanos para designar genérica e interesadamente a todas esas naciones entre Marruecos y Pakistán a las que solo se ve como torres de extracción, no aportará nada nuevo a quien esté acostumbrado a leer ensayos sobre el tema; pero a un público de a pie y receptivo puede suponerle un shock por su acierto al dejar desnudo al emperador, cuestionar la validez de todas nuestras bases éticas y económicas, y plantear interrogantes tenebrosos: ¿Hasta cuándo podrá Occidente imponer unas normas de juego que bajo las apariencias solo sirven para mantener nuestro estilo de vida? ¿Cómo se combate un radicalismo musulmán cebado día a día desde nuestras posiciones? ¿Vencerán a largo plazo los efectos de la globalización económica, o la lucha por unos recursos casi agotados terminarán por romper las hipócritas relaciones entre sistemas antagónicos?
Es obligado señalar que en muchos momentos el film resulta más interesante por el planteamiento de estas cuestiones que por su desarrollo argumental, elíptico y confuso. No se logra implicar al espectador en los problemas personales de los protagonistas. Y la realización no pasa de lo correcto, se basa única y exclusivamente en el montaje. Pero la apuesta es tan alta, y el discurso tan convincente, que uno se pregunta por qué Syriana no ha tenido la repercusión de, por ejemplo, Brokeback Mountain. Quizás es otra muestra de cómo en Europa y Estados Unidos seguimos debatiendo el sexo de los ángeles mientras los demonios, internos y externos, amenazan con tirar la puerta abajo.