La novela de no ficción estará siempre en deuda con Capote, a propósito de la obra A sangre fría. No sólo por su calidad literaria, con una exposición de los hechos rigurosa y detallada, un ritmo y disección de personajes apabullantes que la convierten en una obra excepcional. Está considerada de hecho la más grande de uno de los genios –en su sentido menos gratuito–, de la literatura del pasado siglo. Pero la parte importante de la deuda la tiene por lo que le acabó costando a su escritor, víctima de su obsesión y esclavo de una historia que no surgía de su afinada imaginación, si no de una fuente mucho más poderosa y temible de la que nunca podría llegar a desconectar: la realidad.
Toda la labor de documentación recogida en los textos de A sangre fría, está mutilada por no contar con el papel de quien pretendía ser un testigo y que desmenuzando los hechos terminó por hacerse merecedor de otra novela. A falta de ello, Capote –titulada en España Truman Capote en un ejercicio de desconfianza hacia el público– tiene como película una especial utilidad por hacerlo y de la mano de Philip Seymour Hoffman, transformado en el complejo ser que se condena a la búsqueda de una obra maestra, movido por su compromiso personal como escritor y orientado por su terco narcisismo.
Su amaneramiento irritante, su enervante tono de voz y su eterno idilio de amor consigo mismo, van desvelando poco a poco el poder erosionador de su trabajo y cómo su lustrosa superficie se agrieta a medida que cae víctima de la empatía, para mostrar su humanidad torturada. Endiosado tras la máquina de escribir, cree poder colocarse en una posición omnisciente cuando se acerca a estudiar el desgarro en la paz de un pueblo de Kansas, roto por siempre en sus entrañas. Pero cuando se asoma a contemplar los demonios que habitan en lo que parecen seres humanos, lo que ve allí le acaba infectando. Tratando de aplicar la razón a la perversión, se aproxima hasta quedar demasiado cerca como para que el rostro del mal no se le quede grabado en las retinas.
La labor de Bennet Miller y Dan Futterman a cargo de dirección y guión respectivamente, es sorprendente y casi insultante por cómo se atreven a filmar metraje de semejante talla sin una experiencia o trayectoria que lo justifique. La contención de Futterman será como él mismo declara “más involuntaria que intencionada” (y añade un humilde “me cuesta mucho decir lo que realmente quiero a veces”), pero sirve para que Miller capte tanto la tragedia de Kansas como la esencia del drama personal de Capote, a quien su deseo de entregarse a perseguir su novela perfecta “le nubló el entendimiento hasta el punto de que no reparó en el peligro que corría”. Por lo demás, una escrupulosa dedicación a dar el salto en el tiempo y a llevarnos en cuerpo y alma al momento y lugar en que el mundo se para y el Dios de Holcomb cierra los ojos, hace que junto a un completo casting a la altura del papel principal, borde el relato.
Como añadido final, de la misma forma que el libro necesita un apoyo que relate el papel de Capote y que cumple a la perfección este film, el mismo se encuentra lógicamente encadenado al libro, de forma que se completan mutuamente como pocas veces lo hacen libro y película, y unidos logran una visión completa que es a partes iguales amarga y valiosa.