Chuyia tiene sólo ocho años y ya es viuda, o lo que es lo mismo en la India, se encuentra enterrada en vida.
Corre el año 1938 y el país hindú transita entre las costumbres más arraigadas y el acercamiento hacia la liberación bajo la colonización británica, abriendo sus alas gracias a la figura de Mahatma Gandhí. Con ese telón de fondo, la premisa de la trama tiene lugar en una “ashram”, especie de gueto sin sentido donde malviven mujeres que, para su desgracia, han sobrevivido a sus maridos. Esto supone una condena eterna dado que las sagradas escrituras mantienen a la mujer como insignificante posesión del hombre, cuya muerte le obliga a contemplar tres opciones: casarse con el hermano menor del difunto, arder con su marido o llevar una vida caracterizada por el abandono más absoluto.
El arranque se inicia con la boda que posteriormente entroncará con el funeral del novio, razón por la que Chuyia, que apenas ha tenido tiempo para jugar, es recluida lejos de su familia junto con otras viudas para el resto de sus días. Solo Shakuntala (Semma Briswas, vista en La reina de los bandidos) y Kalyani (Lisa Ray) la ayudarán a hacer más soportable su estancia en el ashram.
La directora india afincada en Canadá Deepa Metha cierra su trilogía tras haber estrenado Fuego y Tierra hace ya algunos años. Con esta nueva incursión en la conciencia colectiva, da a conocer la estremecedora situación por la que atravesaban las mujeres en la época de la colonización, que incluso perdura -aún en menor medida- en el siglo veintiuno.
El film destila instantes de excepcional belleza al tiempo que sacude con instinto los pilares del fundamentalismo religioso de su país, algo que abrió con su rodaje un periodo de crispación que le obligó a culminarlo con otro reparto y en Sri Lanka. La cineasta arremete a través de un drama romántico de tintes shakespeareanos contra la barbarie de la malsana interpretación de los textos sagrados por parte de una población anclada en unas creencias que atentan contra la dignidad humana.
Desprovista de cualquier artificio molesto en detrimento de una puesta en escena sobria y llena de fundamento, Agua desprende un aroma muy especial. En ella se rescata la importancia de un texto comprometido por la causa y una escenografía que adquiere personalidad propia y cobra vida por si misma (el río Ganges adquiere un sentido metafórico en esta fábula al tiempo que se impone como una presencia crucial dentro del argumento), ayudada por una fotografía que nos muestra los colores de la India en todo su esplendor.
El resultado deja al espectador con un buen sabor de boca gracias a la ternura que desprende por sus cuatro costados, sólo comparable con la eficacia de la denuncia de las injusticias cometidas bajo el manto del fanatismo religioso.