El kinki es un pobre diablo que se engancha con facilidad a todo lo que pilla, y ha hecho del tirón un arte con futuro
El estreno de “Volando voy”, competente pero algo descafeinado biopic de “El Pera”, ha vuelto a poner en la picota el cine de delincuentes juveniles patrios, con aroma a birra indigesta y a churro tabernero. No nos parece mal momento entonces para repasar este subgénero tan nuestro, que ha propiciado desde títulos estimables a pura y dura explotación, pero con un lenguaje, una estética y un feelin´ distinguibles a leguas de distancia. Ojito con la cartera, que es hora de hablar de kinkis, perros callejeros y chicas malas, en este fugaz glosario para no iniciados:
KINKI, NOCIONES BÁSICAS
Sean Penn en Bad Boys, el equivalente al "kinki" a la americana.
Un kinki no es otra cosa que un delincuente juvenil, pero sin el sentido glamour tan norteamericano de la chupa de cuero y el flequillo engominado. Un tipejo que roba por una mezcla de vicio, necesidad y porque no ha visto otra cosa desde que pisó el mundo. Vive deprisa y suele estirar la pata antes de llegar a la mayoría de edad, las más de las veces en el robo de un supermercado. Es un pobre diablo que además se engancha con facilidad a todo lo que pilla, que suele ser heroína o polvo blanco, y ha hecho del tirón un arte con futuro. El kinki es un personaje cinematográfico, pero también real, ya que es un reflejo vivo de una época que no queda tan lejana en la memoria de algunos. Su final suele ser desgraciado: ahí tenemos que mientras la mayoría de los actores que encarnaron a delincuentes en Estados Unidos durante los primeros ochenta terminaron pagando su propia limusina (ahí está Sean Penn y su “Bad boys”), nuestros pobres rateros, delincuentes tanto en pantalla como en el “vivir cada día”, la palmaron exactamente igual que sus personajes. De una sobredosis o en un tiroteo que no salió según lo previsto. Cinema-verité en estado puro.
ELOY DE LA IGLESIA
Carátula de la estanquera de Vallecas, de Eloy de La Iglesia
El rey. Gran parte de su filmografía de los años setenta y los primeros ochenta, desde “El sacerdote” a “La estanquera de Vallecas” pasando por la sentida y personalísima “Los placeres ocultos”, emana filosofía kinki a patatas, pero el buen conocedor destacaría sin rubor cuatro clasicazos para los que no pasan los años, y que constituyen las más fieles aproximaciones no sólo al fenómeno de la delincuencia, sino a la España de entonces, que se hayan filmado jamás por estos lares: “Navajeros”, “Colegas” y las dos entregas de “El pico”. De la Iglesia no sólo se atrevía a filmar chutes y escenas de sexo sin concesiones, sino que rodaba con las tripas, con un estilo naturalista atroz (él mismo estuvo enganchado a la heroína), atreviéndose a mencionar cosas que eran de derribo por entonces, como el GAL o la ETA. Cómplices habituales: José Luis Manzano y “El Pirri”, ambos fallecidos a las bravas con la navaja o la aguja en la mano.