¿Para cuándo una película europea que retrate a los estadounidenses como un hatajo de paletos psicópatas con el sexo entre ceja y ceja?
Antes de reseñar Hostel, es imprescindible adelantar dos apreciaciones para que no se llamen a engaño ni los espectadores sensibles ni los aficionados al cine de terror: la película es muy desagradable. Y muy mala.
No cabía esperar otra cosa de dos graciosillos como el productor Quentin Tarantino, a quien Satanás concedió un enorme talento como cineasta cobrándose el precio de su inteligencia, y el guionista y director Eli Roth, cuya ópera prima ya delataba su nulidad creativa. Ni el gore, ni los guiños, ni la originalidad de la propuesta, camuflaban que Cabin Fever (2002) carecía de ritmo y de suspense, y que estaba pésimamente realizada, dialogada e interpretada.
Es, punto por punto, lo que podría escribirse a propósito de Hostel. La idea, sí, es "jodidamente terrorífica", como dice Tarantino, y según Roth le fue inspirada por ciertos rumores que tienen como origen Extremo Oriente. Sin embargo, él ha preferido ubicar la acción del film en un remoto pueblo eslovaco, donde se plantan por recomendación dos jóvenes norteamericanos y otro islandés en busca de un sexo aún más fácil que el disfrutado previamente en Barcelona o Amsterdam. Las únicas emociones fuertes que experimentarán estarán relacionadas con una empresa de tortura organizada...
Puesto que el cartel de Hostel muestra a un tipo al que están metiendo una taladradora en la boca, sabemos antes de entrar en la sala que aquello va de horror visceral. Lo que no puede intuirse es el tono tan flácido y premeditadamente estúpido de la historia, que en su primera media hora recuerda a esos subproductos cómicos de descerebrados yankis viajando por Europa, en la segunda se limita a hacer desaparecer a los protagonistas, y en la tercera detalla cómo uno de ellos intenta escapar a la situación. Salvo por la llegada al pueblo, con un cierto ambiente gótico a lo Drácula, no existe ninguna intención de crear suspense ni atmósfera. La única tensión se deriva del saber que, antes o después, vamos a asistir a las inevitables escenas de sadismo y crueldad.
Roth homenajea así a exploitation movies como 2.000 Maniacos (1964) o Las Colinas Tienen Ojos (1977), en las que la historia no era más que una excusa para introducir destapes y para jugar con los peores instintos del público; y las actualiza guiñando un ojo a Takashi Ichi The Killer Miike –el director japonés tiene un cameo en el film- e introduciendo por tanto generosas raciones de martirios explícitos con cuchillos, tenazas, sierras o sopletes. Inevitablemente, el espectador con un mínimo de sensibilidad se sentirá aterrorizado, pero como estrategia artística es lamentable.
Quizás lo más interesante es atender a la pésima imagen que, conscientemente o no, se ofrece de los norteamericanos y su relación con el resto del mundo, extensible a la prepotencia y la desvergüenza con que los propios autores del film maltratan las señas de identidad de al menos dos países europeos. ¿Para cuándo una película realizada en nuestro entorno y ambientada en Estados Unidos, que retrate a aquellas gentes como un hatajo de palurdos xenófobos obsesionados con el sexo y la violencia? Aunque, pensándolo bien, ¿para qué? Ya se encargan ellos mismos de subrayar tales tópicos produciendo cosas como Hostel.