Seguro que conoce alguno. Es más, usted podría ser uno de ellos. Hablo de un tipo de personaje para el que la incomprensión no es un obstáculo, para el que el tufillo marginal es el perfume con el que se cubren de gloria. Sí, la tribu de los intelectualoides es un mal inevitable, una panda de confundidos igual de perdidos que los aficionados al cine 'bakala', pero que decidieron que la pose pedante les elevaría por encima de la media. Y si para ello había que aburrirse, rendir cultos de pensamiento único a la excentricidad, o evitar el ronquido con gesto atento, ese era un precio que había que pagar.
Esto viene a cuento de Dogville, no porque sea una mala película. Tampoco para tratar el eterno debate del crítico opiáceo alejado del público que en algún momento de su vida comenzó a odiar al cine, y que en una situación misántropa se dedicó a verter su amargura en cada una de las obras que regularmente destruía. Aunque eso sí, estamos ahora ante una de esas excepciones que le haría declamar todo tipo de halagos, sacar el arsenal de figuras literarias, de nomenclaturas de tropos, y buscando metáforas y analogías flotaría con su aura de autocomplaciente sabiduría.
Dogville, no debería ser una película. Debería ser una obra de teatro, debería ser un libro. La voz en off ejerce de báculo para el lector perezoso. La cámara, de ojo colocado que nerviosamente se mueve por el escenario.
Éste, es una tiza, cuatro muebles de atrezo, y la idea de ser un pueblo. Al final de sus nueve episodios y prólogo -cada uno con su subtítulo que anuncia a modo novelesco qué sucederá- uno olvida que es sólo tiza, pero esa pretenciosa transgresión renuncia con su desnudez a un valor cinéfilo. Prescinde en aras de una estéril tentativa de innovación, del lenguaje propio de la gran pantalla.
Con todo, la supresión de paredes de la pequeña y miserable urbe, permite a su manera ganar en una cierta perspectiva. Concebida como una trilogía con la que von Trier pueda mostrar su anti-americanismo -cuestión muy de moda, que para algunos comienza a cobrar tintes racistas- recoge comportamientos de pequeño pueblo cerrado, y con abstracción apunta hacia la hipocresía, la dominación, la dependencia, la necesidad de lo innecesario, y el contraste entre la bondad clemente, y la justicia de la venganza. Esta exposición, a gusto de debate trasnochado de elitismo de cannabis, tiene en sus elementos criticables de confusión de género cosas positivas si uno anda armado de café, o el ego artístico le mantiene despierto. Caso contrario, sólo el final y su capacidad de demostrar cómo hasta en el más humano corazón progre laten deseos de venganza, hará despertar y hacerse preguntas. Y alguno quizá encuentre respuestas.
Otros seguirán confundiendo términos.