¿Qué es más importante, satisfacer mil deseos o conquistar uno sólo? Esta es la pregunta que se hace el cineasta Pam Nalin durante los 140 minutos que dura Samsara. La verdad es que podría haberla contestado un poco más rápido, porque si de algo adolece la cinta es de un metraje excesivo. En este se nos cuenta la historia de un lama que ha de elegir entre una vida de entrega en el templo, o una existencia más convencional, llena de tentaciones y satisfacciones.
Pero esta excesiva lentitud es uno de los pocos fallos de los que se puede acusar a Samsara, y este se convierte en nimio detalle al ser comparado con las multiples virtudes que muestra. En su opera prima, Nalin nos traslada a los reconditos parajes de las faldas del Himalaya. Los colores, las texturas, la belleza plástica que plasmó Coppola en Kundum, se nos ofrecen aquí en todo su esplendor. La parquedad en palabras, tan típica de las producciones orientales, es suplida con la riqueza visual y las constantes metaforas veladas que se aprecian durante todo el metraje. La poética visión de Nalin queda reflejada en magistrales planos que representan los sentimientos de los personajes. En este contexto cobra especial importancia la expresividad y efectividad de los actores, que no defraudan y están a la altura del resto de la cinta, lo cual no es poco.
En el panorama actual el cine americano copa gran parte de la cuota de mercado, dejando apenas espacio para las producciones europeas, y mucho menos para el cine hecho más allá de los Urales. Samsara viene a demostrar que esta situación no obedece a motivos artisticos, cosa que corroboran las últimas películas que nos han llegado del lejano Imperio del Sol. Producciones de suspense como The Ring (que necesitó la pertinente adaptación norteamericana para su estreno) o la injustamente despreciada La Isla (Seom), tienen en común con la cinta que nos ocupa, el brindarnos una visión distinta que al espectador que sabe y quiere apreciar, puede proporcionarle un viaje a un Asia desconocida, por tan sólo seis euros.