El revoltijo de conflictos que vuelca la guionista sobre los personajes jamás llega a armonizar, a desvelar un sentido ni a resultar verosímil.
Desde que los hermanos Lumière iniciaron allá por 1895 la proyección pública de películas, miles de producciones certifican la incapacidad congénita del cine comercial norteamericano para recrear convincentemente la cotidianeidad. Si se desea soñar con estrellas lejanas, portentos y milagros, policías y ladrones, Estados Unidos es la tierra de promisión cinematográfica. Si se quiere, en cambio, compartir los pensamientos de un señor que el sábado por la mañana sale a comprar el pan, será mejor que volvamos nuestros ojos a la vieja Europa; y más concretamente, para qué vamos a engañarnos, a Francia.
Lo que entienden en Hollywood por drama suele ser un engrudo de situaciones lacrimógenas y un tanto forzadas –a mi hijo le abdujo un ovni, mi mujer bebe y yo sufro de escolioparamquesitosis-, de recetas salidas de libros de autoayuda –“la vida es como una caja de bombones…”- y de finales que rinden enormes beneficios a las empresas de kleenex y anulan por su carácter inevitablemente catártico los últimos restos de parecido con la realidad que pudieran haber escapado al molde y a eso tan terrible que algunos denominan buenos sentimientos.
Por supuesto, hay excepciones. Pero La Huella del Silencio no es una de ellas. Basada en una novela de Myla Goldberg, y dirigida curiosamente por dos personas –David Siegel y Scott McGehee, que ya compartieron la misma labor en Suture (1993) y En lo más profundo (2001)-, la película parece contar la impostura de un profesor universitario judío (interpretado por Richard Gere), que ha hecho de la palabra no ya su profesión, sino un estilo de vida y en cierto modo un arma de manipulación ajena, y su fracaso como padre de una familia de la que irán escapando su mujer (Juliette Binoche) y sus dos hijos (Flora Cross y Max Minghella).
Y escribimos parece porque el revoltijo de conflictos que va vomitando la guionista Naomi Foner en el alma de los personajes jamás llega a armonizar, a confluir en una dirección ni a desvelar su sentido. En lugar de analizar las causas y los efectos de los problemas que van sucediéndose, se opta por crear un suspense absurdo en torno a ellos y por llevarlos a extremos ridículos, asistiéndose en un estrecho círculo de cuatro personas y en un corto periodo de tiempo a concursos escolares, conversiones religiosas, internamientos psiquiátricos y momentos místico-clarividentes; acumulación que provoca en el espectador más de un resoplido, y finalmente una indiferencia absoluta.
Entre las tupidas ramas del sopor uno llega a distinguir algunas ideas apreciables sobre la palabra y su relación con el mundo físico y las relaciones humanas; ideas que seguramente en el escrito original habrán tenido mejor oportunidad de ligar coherentemente entre ellas y con la ficción. En pantalla, desgraciadamente, no hay más que intenciones fallidas. Por rescatar algo del visionado, citemos la escena que incluye los títulos de crédito, el aplomo de Richard Gere en un registro maduro que empezó a perfilar en Infiel (2002), la interpretación de la pequeña Flora Cross, y la presencia un tanto desaprovechada de Juliette Binoche, una vez más como eterna sufridora.