Cualquier espectador despierto puede darse cuenta del esforzado trabajo de guión de esta historia.
La localización del segundo largometraje de Roger Gual -director de la novedosa e inteligente Smoking room junto a Julio Wallowits- nos sitúa en el campo, en una casa que sirvió de refugio para un grupo de jóvenes que, influenciados por la revolución hippie, decidió hacer algo diferente con sus vidas. Treinta años después, esos mismos jóvenes idealistas vuelven con sus hijos para rememorar los viejos tiempos. Pero lo que en un principio parecía ser un fin de semana tranquilo, acaba convirtiéndose en un infierno personal lleno de reproches, sueños incumplidos y prozac.
Con un reparto coral y en plena forma, Roger Gual aborda en Remake un nada complaciente retrato generacional que acaba por deprimir al más optimista. En ella quedan reflejados los diferentes perfiles de cada uno de los personajes, seres amargados (excepcionales Silvia Munt y Juan Diego, premiado en el Festival de Málaga) desprovistos de los valores que un día significaron algo, y acompañados por una nueva generación incomprendida y aderezada de ciertos toques surrealistas de la que surgen apuntes de humor absurdo agradecidos, y que a su vez no comprende el idealismo que capturó a la generación de mayo del 68.
A modo de calculado ejercicio de improvisación, cualquier espectador despierto puede darse cuenta del esforzado trabajo de guión que esta historia nos propone. De hecho, ya nos habíamos formado una idea de la importancia con la que el director dota a un libreto sólido, compartido éste con la eficacia de unos actores que se comen literalmente la pantalla (recordemos el soberbio elenco de su ópera prima). Recurriendo a la técnica que hizo famosa el maestro Altman -los intérpretes comienzan a apropiarse de los diálogos pisándose las palabras unos a otros hasta alcanzar la máxima naturalidad posible, sin poder adivinar en qué momento la cámara está rodando- Gual hace disponer a sus actores del tiempo necesario para que consigan esa comodidad en la actuación que tanto se disfruta luego en pantalla.
Sin embargo, con esta reflexión no estamos dando a entender que la película sea cómoda de ver, y las razones quedan claras: la redención de los personajes no llega nunca, la tensión creada a lo largo de la narración es contundente y acaba por no resolverse, amén de que ninguna de las generaciones se salva de la quema. Si a esto añadimos un último alegato en respuesta a la educación que están recibiendo actualmente los niños (la escena de los acomodados hijos de ciudad viendo la genial obra de Narciso Ibañez Serrador ¿Quién puede matar a un niño?), estamos ante una producción de lo más mordaz y descorazonadora que pone en el punto de mira a un director que dará mucho que hablar, o eso esperamos.