Las misteriosas razones de un fenómeno social
“Sonrojante, chapucero y delirante”. “Lamentable y absurdo”. “Infame”. Son algunos de los epítetos dedicados a la novela de Dan Brown por escritores -Juan Manuel de Prada-, teólogos -Rodolphe Kasser- o críticos literarios -F. Casavella-. Basta en efecto con poseer un mínimo de formación estilística y cultural para apreciar que “El Código Da Vinci” no sobrepasa un nivel de redacción escolar, y que la nota inicial de Brown referida a la presunta veracidad de sus fuentes carece de cualquier credibilidad.
Por tanto, que el libro haya tenido tal repercusión en América y Europa Occidental constituye el mayor de sus misterios para los analistas. Los menos apelan para justificar el fenómeno a la táctica promocional del producto, implacable pero más sutil de lo habitual. Otros se remiten a su estructura, que en ciento cinco breves capítulos solapa revelaciones y acertijos de modo similar a un guión o un videojuego. Los editores destacan su calculada combinación de thriller y miscelánea pseudocultural, que da al lector la ilusión justificativa de estar instruyéndose mientras consume la intriga. E historiadores y sociólogos coinciden en señalar que “El Código...” ha hecho accesibles para el público ciertas teorías revisionistas y críticas en torno al catolicismo ya planteadas previamente en ámbitos más restringidos, y que han hallado campo abonado en un Occidente sumido hoy por hoy en una crisis de valores paranoica y autopunitiva.
Sin embargo, en una época que ha hecho de la inquietud intelectual y de la reflexión actividades subversivas contra el ánima de la tribu, podría aventurarse otra razón para explicar el impacto social causado por la obra de Brown: el deseo de reconocimiento, de integración, de identificación con los demás. Un deseo al que solo cabe aspirar sacrificando la autoexigencia y el criterio propios en el mínimo común denominador de lo colectivo. Objetos como “El Código Da Vinci” cumplen en este sentido una función esencial gracias precisamente a sus limitaciones formales y argumentales.
De la literatura al cine
Entre las quejas de los aficionados a la lectura cuando ven sus libros preferidos llevados al cine, las más frecuentes se refieren a los cambios forzados por las diferencias expresivas entre ambos medios, y a los actores escogidos para interpretar a los personajes. El director del film, Ron Howard, manifiesta que contó en ambos aspectos con el apoyo del autor: “Dan se mostró muy comprensivo, y aceptó que el guión no sería una transcripción literal de la novela”. Añade además que Brown, una vez publicada su obra, descubrió nuevos elementos de interés para la historia que pudieron incorporarse al guión: “Así que, en cierto modo la película es una versión actualizada y anotada del trabajo de Dan”.
Para cumplir con el propósito de respetar el original literario y prestarle a la vez coherencia cinematográfica, Howard confió en el guionista Akiva Goldsman, con quien ya había colaborado en Una Mente Maravillosa y Cinderella Man. Goldsman reconoce que al principio la tarea le asustó: "No tenía ni idea de cómo adaptarlo, me parecía una obra laberíntica y compleja. Pero al hablar con Ron me hizo cambiar de opinión porque tenía claro lo que deseaba hacer y así me transmitió la confianza necesaria”.
En cuanto al reparto, también fue muy consciente de la responsabilidad que suponía encarnar a caracteres hechos suyos por millones de lectores. Tom Hanks, en la piel de Robert Langdon, lo tenía claro: “no puedes defraudar a los amantes del libro. Puedes cambiar cosas, pero más vale que sea siempre para mejorarlo”.